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Angrois exige una sentencia a la altura

Protesta de los familiares de las víctimas, en el exterior de los juzgados de Santiago, en la última jornada del juicio por el accidente del Alvia.

Protesta de los familiares de las víctimas, en el exterior de los juzgados de Santiago, en la última jornada del juicio por el accidente del Alvia. / Xoán Álvarez

“Trataré de estar a la altura”. La frase con la que Elena Fernández Currás, jueza titular del juzgado Penal número 2 de Santiago de Compostela, cerró el pasado 27 de julio la macrovista del Alvia se presta a muchas interpretaciones, pero lo único verdaderamente cierto es que tiene ante sí el mayor desafío de su dilatada trayectoria profesional (30 años con la toga): dictar justicia sobre la mayor tragedia de la historia de Galicia, con 80 muertos y 144 heridos tras el descarrilamiento en la trágicamente célebre curva de Angrois de un tren que cubría la línea Madrid-Santiago un fatídico 24 de julio de 2013.

Diez años después del siniestro y 11 meses del inicio de un juicio de dimensiones desconocidas en la historia judicial gallega, la realidad es que la macrocausa casi ha devenido en micro a la vista de quiénes finalmente se sentaron en el banquillo de los acusados: solo el maquinista del tren accidentado, Francisco José Garzón, y el entonces director de Seguridad en la Circulación de ADIF (el gestor ferroviario estatal), Andrés Cortabitarte. Y este dato ya nos debería hacer reflexionar.

Si a ello se le une la circunstancia adicional de que el ministerio público, en un giro de última hora de difícil digestión, decidió retirar su acusación contra Cortabitarte, la realidad es que todo el foco apunta a Garzón como único culpable penal del siniestro, más allá de la derivada económica (las indemnizaciones solicitadas superan los 57 millones). El maquinista se enfrenta a cuatro años de prisión por 80 delitos de homicidio por imprudencia grave profesional y otros 144 delitos de lesiones. Cortabitarte, en principio, también atendiendo la petición de las acusaciones particulares.

Sin embargo, un juicio tan complejo –cambio de juez incluido–, en el que se escucharon las voces de casi 700 testimonios –las víctimas en primer término, pero también numerosos peritos y expertos de una y otra parte– y se aportó cuantiosa documentación, con un sumario que en conjunto supera los 70.000 folios en 200 piezas separadas debería tener un recorrido más largo que la mera condena del infortunado Garzón, el único –más allá obviamente de las familias– que ha dado muestras de profundo dolor y arrepentimiento por lo ocurrido.

"El ministerio público, en un giro de última hora de difícil digestión, decidió retirar su acusación contra Cortabitarte, la realidad es que todo el foco apunta a Garzón como único culpable penal del siniestro, más allá de la derivada económica"

En estos diez meses hemos asistido a dos visiones del accidente absolutamente contrarias, incompatibles. La de la defensa de Garzón, que se ha esmerado por dejar patente que con independencia del fatídico despiste del maquinista –que estuvo hablando por teléfono con el interventor en el momento equivocado–, en realidad en el accidente intervinieron otros factores mucho más determinantes que el error humano y que apelan directamente a fallos en la gestión de la infraestructura ferroviaria: falta de análisis de riesgos, diseño deficiente de la línea, insuficiente sistema de seguridad que dejaba exclusivamente en manos humanas la toma de decisiones cuando ya existían sistemas tecnológicos (ERTMS) que hubieran activado de forma automática el frenado del tren en caso de negligencia o despiste, avisos previos desatendidos sobre la peligrosidad de la vía, incompleta o nula señalización... “El peligro de la curva era un clamor”, “había un riesgo intolerable”, “no se cometió imprudencia y mucho menos grave”, “Garzón es una víctima más”, son frases pronunciadas por la defensa del maquinista que sintetizan esa posición. Lo cierto, y por extraño que parezca, es que con el paso de los meses desde aquel inolvidable 23 de julio, la ola de solidaridad, incluso compasión, que ha suscitado Garzón ha ido creciendo a medida que se hacía más patente su soledad en el banquillo.

En el otro extremo, Cortabitarte, el ex alto cargo de Adif, ha negado desde el minuto uno cualquier tipo de responsabilidad en el accidente y ha centrado su discurso en culpar exclusivamente al comportamiento absolutamente negligente del maquinista. Así, la persona que firmó el documento que avaló la línea de seguridad entre Ourense y Santiago no se ha movido un ápice de una línea argumental que su propio abogado resumió así: “Todo en Adif y en Renfe se ha hecho bien, excepto la conducta del maquinista”. En resumen: su conducción fue anómala y, por tanto, el riesgo era imprevisible.

Poco importó que sus razones contradijesen las contundentes declaraciones de otros expertos o profesionales ferroviarios. Cortabitarte no se movió un milímetro de su posición hasta el punto de que su abogado proclamó en la sala: “Es difícil pedir perdón [a las víctimas y sus familias] por algo de lo que no se siente responsable”, “han querido buscar un villano que acompañase al maquinista”. En el último minuto y de forma inopinada, el fiscal decidió asumir como propios estos argumentos y retiró su acusación a Cortabitarte, agravando más la crispación y enconamiento de las víctimas.

"La magistrada Fernández Currás tiene ahora la dificilísima tarea de dictar una sentencia que marcará historia. La presión social y mediática complica todavía más su obligación de equilibrio y ecuanimidad. De justicia"

En medio de uno y otro se encuentran las familias de los fallecidos y los heridos. Sin exculpar la actuación de Garzón –que, no olvidemos, conducía el tren a casi 200 kilómetros por hora en un tramo restringido a 80 mientras hablaba durante cien segundos por el teléfono corporativo–, la plataforma que agrupa los intereses de los damnificados se ha movido durante el juicio entre el estupor y la indignación. Entienden que este proceso –fundamentalmente por la (in)acción de la Abogacía del Estado y la propia Fiscalía– ha sido una mascarada, una suerte de farsa, que no ha perseguido ni la verdad de la ocurrido ni sus “verdaderos culpables”. En sus palabras, algunos intervinientes –y otros que no acudieron a la sala por no estar citados– han intentado ocultar, tapar o distraer para que no se llegase al fondo de la cuestión. El último día del juicio su ira se volcó contra los letrados que debían defender el interés general y también contra el de Cortabitarte. Unos y otros tuvieron que escuchar a la salida de la sala palabras gruesas como “vendidos” o “mentirosos”.

Un capítulo aparte merecería el papel bochornoso que han jugado las aseguradoras –de Adif y de Renfe–, que, ajenas a una tragedia humana de tamaña magnitud, fueron capaces de convertir la sala habilitada en la Cidade da Cultura en una suerte de casa de subastas o mercadillo para intentar eludir la indemnización millonaria que se les solicita. Consciente del espectáculo tan poco edificante que se estaba produciendo, tuvo que ser la propia magistrada quien las pusiese en su lugar: “Me da vergüenza ajena estar aquí hablando de dinero cuando la obviedad de indemnizar es tal. Esto parece la Bolsa, un euro arriba, un euro abajo”, les reprendió su señoría.

Escuchados todas las voces –al menos las citadas en la sala– y analizada la profusa documentación, la magistrada Fernández Currás tiene ahora la dificilísima tarea de dictar una sentencia que marcará historia. La presión social y mediática complica todavía más su obligación de equilibrio y ecuanimidad. De justicia. La magistrada tendrá que dilucidar si la catástrofe de Angrois se debió exclusivamente a una imprudencia individual o si, por el contrario, alcanza mucho más allá. Se calcula que en primavera del próximo año habrá un fallo. Hasta entonces solo queda esperar y comprobar si cuando se haga pública la resolución, su señoría estuvo “a la altura” prometida.