Jugar al uno

El placer del entretenimiento aburrido del verano

Pilar Galán

Pilar Galán

Había llegado por fin al nirvana de la desconexión total, este año más necesaria que nunca, o sea a sustituir quién recoge a los niños o adónde me toca viajar mañana por qué cenamos hoy, si es que cenamos, sin importar la hora, ni si es lunes o miércoles. Libre por fin de la tiranía del reloj (qué maravilla la marca blanca sobre la muñeca), con toda la tarde por delante para nadar o leer o jugar a la oca, al parchís, al uno o las cartas Pokémon, me las prometía muy felices hasta que la realidad volvió a llamar a la puerta.

Como hasta los eremitas tienen que alimentarse, sobre todo si en su nevera se abastece un adolescente, abandoné el retiro espiritual de los días en blanco para hacer la compra. Entonces se produjo la catástrofe, la certificación de lo que somos en verdad, productos envasados listos para el consumo, con los que el mercado juega a la ilusión de concedernos un respiro. Entre los tomates para gazpacho, los calabacines y las berenjenas, la cerveza y los helados con su promesa de decir adiós a la breve cintura, brillaba el letrero con el apremio ominoso: prepárate para la vuelta al cole, decía. La vuelta al cole.

A principios de agosto, a cuarenta grados, con dos tercios de la población sumergida en playas, ríos o piscinas, y el otro tercio con el aire acondicionado al borde de la congelación. Y además en imperativo, lapidario, concreto, tipo acuérdate de que vas a morir, o reza lo que sepas, o habla ahora o calla para siempre. Sobre el mostrador, lo normal, lo más adecuado para este mes en que nos creemos a salvo y jugamos a ser ibicencos, hippies trasnochados o aventureros Indiana Jones con vestidos sueltos y pantalones anchos a juego con nuestros sombreros. Pero allí no había collares de conchas ni pulseras étnicas, sino mochilas con los enganches reforzados, calcetines altos que apretaban nada más mirarlos, camisetas que pican sin ponérselas y zapatos duros, como bocas abiertas para engullir nuestros sueños y bajarnos al suelo de la cotidianeidad.

Respiré hondo, salí huyendo y volví a las cartas del uno con mi hijo pequeño, al cambio de color, roba cuatro, o dos, hasta que te aburras. Volví a ese aburrimiento como quien vuelve a casa después de una larga travesía, casi a punto de besar el césped de la piscina y la página del libro que estaba leyendo, pero ya fue imposible. De repente recordé aquello de que desde el uno de septiembre empezamos a preparar Halloween y Navidad, y en enero, corazones de San Valentín, y en febrero, la operación bikini, y en ese bucle de tiempo circular estuve a punto de perderme.

Menos mal que mi hijo y sus amigos me tiraron de la muñeca sin reloj para recordarme que me tocaba robar cartas, y luego me chupé cuatro, y cambié al azul, y casi gano, y por un breve instante, me encontré viviendo el aquí y ahora, lo verdaderamente importante: la tarde interminable, el juego que no acaba nunca, la pereza contra la ansiedad, y sobre todo, la vida en presente de indicativo, a salvo, aunque solo sea por unos días, de cualquier condicional, por encima del árido agobio de los imperativos.

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