Las demasiadas leyes

Me pregunto si la proliferación desbocada de reglas, decretos y normas, en vez de convertir a nuestra sociedad en progresivamente más “legal”, no conseguirá el efecto contrario. A mí me obsesiona la posibilidad de convertirme en un fuera de la ley

Una estantería repleta de libros de leyes del marco legislativo español.

Una estantería repleta de libros de leyes del marco legislativo español.

Darío Villanueva

Darío Villanueva

Cuatrocientas once mil ochocientas cuatro normas legales fueron promulgadas entre 1979 y 2021 por las administraciones central y autonómicas españolas. El dato lo manejó el académico y jurista mexicano Diego Valadés en su ponencia leída en el noveno Congreso Internacional de la Lengua (CILE) celebrado recientemente en Cádiz, y su fuente era un documentado artículo del abogado Juan S. Mora-Sanguinetti publicado en 2022 por la Revista de las Cortes Generales.

Escuchando a Valadés me vino enseguida a la memoria un bizarro argumento de un compatriota, el ingeniero, ensayista y poeta Gabriel Zaid, que en 1996 nos advirtió ya del peligro que representan en nuestra sociedad opulenta “los demasiados libros”. En la época dorada del Renacimiento, por ejemplo, periodo todavía incunable de la Galaxia Gutenberg, la cifra tasada de ediciones permitía que los letraheridos pudiesen conocer y asimilar prácticamente la totalidad de lo publicado. Ahora, por el contrario, al publicarse un título cada medio minuto, las personas cultas, lejos de serlo cada vez más, lo somos menos por haber mayor diferencia entre lo que leemos y lo que podríamos leer. Y así, según Zaid, “el problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir” y proponía que el welfare state, el Estado de bienestar instituyese un servicio de geishas literarias encargadas de leer, elogiar y consolar a esa legión de escritores frustrados por falta de público.

Y yo me pregunto si la proliferación desbocada de normas, decretos y leyes no provocará también que nuestra sociedad, en vez de volverse progresivamente más “legal”, consiga el efecto contrario. Mora-Sanguinetti menciona expresamente las implicaciones negativas para la economía causadas por la complejidad de la regulación española, así como que a ella quepa atribuirle que el funcionamiento de los órganos judiciales sea más lento, o se vea dificultado. Pero a mí, a título de ciudadano de a pie, me obsesiona la posibilidad de convertirme, sin comerlo ni beberlo, en alguien fuera de la ley.

El Congreso aprueba la ley de Protección Animal

Agencia ATLAS | Foto: EFE

Textos redundantes

A este respecto, no se me va de las mientes, entre diversos casos posibles, el representado por la promulgación muy reciente de leyes como la de protección, bienestar y tenencia de animales de compañía y otras medidas de bienestar animal aprobada por la Comunidad Valenciana días antes de que el Boletín Oficial del Estado publicase la ley 7/2023 de 28 de marzo, de protección de los derechos y el bienestar de los animales.

Nada que objetar, por supuesto, a la oportunidad, conveniencia y perentoriedad de ambas leyes, salvo lo que pueda haber en ellas de redundante. Ambas son, por otra parte, rigurosas y extensas: 52 artículos y 10 disposiciones transitorias la primera; 81 artículos, 5 disposiciones adicionales, 6 transitorias y 9 finales la estatal.

Contienen, como era de esperar, una abigarrada relación de obligaciones y prohibiciones generales referentes a los animales de compañía y silvestres en cautividad, cuerpo normativo que justifica la inclusión de todo un título de ley sobre el régimen sancionador, con la enumeración de las correspondientes infracciones y sanciones. Están muy claras las responsabilidades que cada “persona titular” de un animal de compañía asume legalmente después de “superar la formación en tenencia responsable reglamentada para cada especie”. Pero me resultan especialmente desasosegantes las obligaciones de todos los ciudadanos para con, por ejemplo, los “gatos comunitarios”, individuos de la especie Felis catus que viven en libertad, en “colonias felinas” así denominadas por la ley, vinculados a un territorio pero sin que puedan ser abordados o mantenidos “con facilidad por los seres humanos debido a su bajo o nulo grado de socialización”.

Acaba de producirse un hecho insólito que podría interpretarse como un intento de adelgazar a las bravas nuestro abrumador cuerpo legislativo, si no se descubriese finalmente que se trataba de un asombroso error del BOE. Una de sus entregas del pasado mes de abril derogaba de golpe y porrazo la Constitución de 1978, la ley de enjuiciamiento civil, el Código Penal, el Código Civil, el texto refundido del Estatuto de los Trabajadores, la ley general de la Seguridad Social, la ley reguladora de la jurisdicción social, el texto refundido de la ley concursal y la ley de régimen jurídico del sector público. La base de datos jurídica Iberley detectó la debacle e informó inmediatamente a los responsables de la Gaceta de Madrid para que subsanaran de prisa y corriendo lo que se justificó como un error informático. Que, al parecer, hubiese afectado a otras 12.000 disposiciones legales.

Experiencia inolvidable

No es tampoco necesario llegar a tanto. A esa legorrea la controla y neutraliza otro hábito genuinamente español: saltarse las leyes a la torera. Empezando, claro está, por nuestra propia ley de leyes, que incluso es desacatada mediante estrambóticas fórmulas para eludir la nuda promesa de acatamiento urdidas por algunos responsables políticos en el propio acto de toma de posesión de sus respectivos cargos, para los que han sido elegidos conforme a las normas del Estado de derecho establecidas por la Constitución de 1978.

Desde 1982 guardo como una verdadera epifanía de nuestro anarquismo normicida una experiencia inolvidable que viví en la que ahora es sede del Instituto Cervantes en la ciudad de Utrecht, un edificio situado en el centro de la ciudad, próximo a la catedral y la torre Dom. Entonces acogía, creo recordar, un centro de atención a nuestros emigrantes gestionado por el Ministerio de Trabajo. Sus responsables me mostraron, con comprensible orgullo, la variedad de sus instalaciones, todas ellas muy bien atendidas y amuebladas. El piso más alto estaba dedicado a aulas en las que, según me explicaron, se daba clase de neerlandés a nuestros compatriotas. Y a la entrada de una de ellas campaba por sus respetos el siguiente aviso: “Queda terminantemente prohibido retirar las sillas del aula. En caso de hacerlo, se ruega que sean devueltas lo antes posible”.

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