Torquemada en EE UU
Ernest Folch*
Una alarmante, pero muy poco mediática pandemia crece rápidamente en Estados Unidos. PEN America, una institución centenaria dedicada a proteger la libertad de escritura, acaba de denunciar que los libros están actualmente “bajo un profundo ataque” en Estados Unidos. Solo en 2022 se han registrado peticiones para censurar más de 2.500 títulos (el doble que el año anterior), poniendo el foco, como era de prever, en títulos de temática LGTBI y en ensayos o novelas donde se denuncia la discriminación racial, sexual o social. Es Florida, el estado gobernado por el ultraconservador De Santis, el estado que lidera esta nueva cruzada: condados como el de Duval se han hecho famosos porque ya hay usuarios que cuelgan vídeos en los que se ven las estanterías de las bibliotecas literalmente vacías, después de haber pasado una minuciosa censura.
Se calcula que para llevar a cabo este sensacional delirio distópico han sido puestos en cuarentena más de dos millones de títulos, y esto que hablamos de un pequeño condado de un solo estado. Y es que el virus de la censura no se limita a Florida, y ya son seis estados más, incluyendo algunos tan importantes como Utah, Oklahoma o Tennessee, los que han aprobado leyes para “limitar” los materiales que entran en las bibliotecas públicas.
Hace unos días, Patricia McCormick, autora del libro Sold (uno de los más censurados en todo el país en este primer trimestre de 2023), denunció en un espeluznante artículo en The New York Times que su libro está siendo masivamente retirado debido a un pasaje en el que se describe (sobriamente y sin crudeza) un abuso sexual de un hombre mayor a una niña de 13 años: el fragmento ha sido considerado “pornografía”, la clásica excusa para proceder a la prohibición.
McCormick es solo uno de los miles de escritores que son víctimas de esta ola puritana, ultra y fascista que en estados como Florida se ha convertido en una fabulosa baza electoral para políticos como De Santis, que no solo no esconden esta vergüenza sino que exhiben la censura como una muestra de su “nueva moralidad”. Lo más llamativo del caso es que esto suceda en un país que presume, o presumía, de ser la democracia más avanzada del mundo, y en el que a menudo sus dirigentes se permiten dar lecciones a otras naciones sobre cómo deben organizarse. Sin ir más lejos, se escandalizan sobre la ausencia de derechos en Teherán o Kabul, pero son incapaces de evitar que unos cuantos Torquemadas les vacíen sus propias bibliotecas.
Como denuncia el propio PEN, lo que empezó siendo la estrategia de unos pocos políticos iluminados, seguidores del fanático Donald Trump, ha terminado impregnando una parte muy significativa de las sociedad estadounidense, y los censores cuentan cada vez con más complicidad entre algunas asociaciones de padres, e incluso algunos profesores y bibliotecarios. Como si todavía estuviéramos en la Edad Media, resulta que el libro, en la pretendida cuna de la sociedad occidental, sigue siendo el enemigo público número uno. Hemos llegado a un punto en el que en algunos estados de Estados Unidos es más fácil comprar un arma que leer un libro en una biblioteca. En su artículo, McCormick termina con una sentencia, que hoy suena en América más necesaria que nunca: “Los libros nunca son el problema. Son parte de la solución”. Casi da vergüenza que alguien tenga que recordar algo así en el periódico más influyente del país teóricamente más importante del mundo.
*Periodista y editor
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