Magistrado del pensamiento

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Siempre me ha intrigado el alborear de la filosofía, ese momento de la historia en el que unos hombres se detuvieron a escudriñar la realidad, a mirarla ceñudamente con ánimo de traspasarla, y que esto, en lo que a Occidente se refiere, haya ocurrido precisamente en Grecia y no en otro lugar. Esa misma curiosidad lleva también a preguntarse por el estado de cosas preexistente a ese estallido de la inteligencia humana, ese big bang del conocimiento que alumbró tan singular ocupación como es la de filosofar.

Decía Ortega y Gasset que el vocablo “pensador” adolece de suma vaguedad, en la medida en que designa una realidad también vaga. En su opinión, la precisión de este quehacer y aquella denominación no se forma hasta la Academia platónica. Heráclito hablaba de “magistrado del pensamiento”, o sea, el que ejerce el magisterio –magister– del pensamiento, el que enseña a pensar.

Se preguntaba Dworkin si los jueces deben ser filósofos. El escritor Archibald MacLeish, varias veces ganador del Premio Pulitzer, decía de Holmes –el segundo juez más reconocido de los EE UU después de Marshall– que “era un hombre de mundo a la vez que un buen filósofo e incidentalmente, un jurista”, retrato que suele repetirse como paradigma de lo que un juez debe ser. En realidad, tal descripción se ajusta más al tipo de juez anglosajón que al continental, porque el primero se concibe como creador de derecho (lawmaker), en tanto que el segundo se encuentra ahormado por el precepto legal que le vincula. Ello no obstante, no caigamos en el error de desdeñar aquellas notas aludidas como virtudes que bien convienen a los jueces, pues en nuestro caso, desde la promulgación de la Constitución, clave de bóveda de la arquitectura piramidal de nuestro sistema normativo, los jueces han de interpretar las normas conforme a los principios y valores que la Carta Magna proclama. Esa circunstancia inevitablemente implica la mitigación de un legalismo automático que correlativamente atribuye al juez un protagonismo relevante en la vida jurídica del que en tiempos preconstitucionales carecía. Curiosamente, aquellas relevantes y fructuosas virtudes que para MacLeish identificaban al mejor juez en modo alguno pueden ser detectadas con el irracional, fiero y ciego sistema de selección de jueces en España, tinglado carpetovetónico de memoria y lotería.

El Derecho versa sobre cuestiones y conceptos de clara significación filosófica: libertad, igualdad, derecho a la vida, derecho a dejar morir o a decidir sobre la propia muerte, el suicidio asistido, el aborto, si el feto tiene derechos, si es persona y desde cuándo, derechos de las minorías…; la larga lista nos llevaría incluso a cuestiones de causalidad y responsabilidad de tan cotidiana presencia en los tribunales. Los jueces han de enfrentarse, pues, a conflictos en los que están en juego valores, principios y concepciones morales preñadas de contenido filosófico.

"Los jueces pueden, naturalmente, ser filósofos, pero no tienen que serlo necesariamente"

El problema es más acusado en el ámbito del common law, es decir, del derecho anglosajón, y menos en el del civil law, en el que se mueven los jueces continentales, ya que respecto de estos segundos, por lo común, el legislador ha resuelto ya ese conflicto de valores y ha adoptado una posición a la que el juez ha de atenerse en cuanto sometido al imperio de la ley. No obstante, ha habido casos donde la ley no resolvía de modo directo y específico el conflicto, como ocurrió, por ejemplo, con las transfusiones de sangre a testigos de Jehová en situaciones críticas o con las huelgas de hambre de presos llevadas al límite de la vida, supuestos que los jueces resolvieron haciendo ponderación de valores y derechos constitucionales. En nuestro ordenamiento jurídico anidan principios que no son sino razones morales, y al juez corresponde respetar los principios morales sin preterir las razones jurídicas.

¿Pueden los jueces desentenderse de lo que los filósofos dicen a propósito de las cuestiones y conflictos dichos? No, en mi opinión. Es evidente que los tribunales no están para hacer filosofía en sus sentencias, aunque bueno es que sepan que algunos jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos transcriben citas de filósofos en sus sentencias. Lo jueces pueden, naturalmente, ser filósofos, pero no tienen que serlo necesariamente. Ahora, eso sí, tanto a ellos como a los abogados conviene sobremanera recibir algo más que un barniz de saber filosófico. Tenía razón Dworkin cuando estimaba razonable que los jueces y abogados estuvieran familiarizados con las principales escuelas contemporáneas de filosofía jurídica, moral y política. Lo dicho es un aviso a navegantes de másteres de la abogacía y de Escuelas Judiciales donde deben abrirse los ojos a estos horizontes que tanto necesitan determinadas miopías y pupilas escleróticas.

Sé de sobra que más de un abogado de talento minutante y más de un juez de módulos y otras burocracias estarán esbozando una sonrisa entre burlona y suficiente. ¡Allá ellos!

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