Y Llarena cogió su fusil

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley.

Montesquieu (Del Espíritu de las Leyes, 2ª parte, L. XI, cap.VI)

A poco de comenzar el nuevo año, el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena, en el procedimiento cuya instrucción sigue abierta para aquellas personas aún no enjuiciadas en la causa del procés, dicta una resolución –auto– con objeto de dar aplicación a la reforma del Código Penal llevada a cabo por la Ley Orgánica 14/2022 de 23 de diciembre que deroga el delito de sedición e introduce reformas en los delitos de desórdenes públicos y malversación. La resolución es de todo punto insólita, desusada porque no corresponde al modo en que los tribunales deben hablar en el ejercicio de la función jurisdiccional. Parece que Llarena, sobreexcitado y efervescente, hubiese dicho “se van a enterar”, y seguidamente se echase al ordenador para empezar a teclear por esa boca; cada pulsación sobre el teclado suena como un golpecito reprobador en el hombro del legislador al que –resulta evidente– quiere decir cuatro cosas.

Según la Ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 141), los autos se limitarán a recoger los antecedentes de hecho, los fundamentos de derecho y la parte dispositiva donde se concentra la decisión del tribunal. La ley impone un estilo de austeridad y contención a solo lo que es estricta apoyatura jurídica de la parte dispositiva. La Ley Orgánica del Poder Judicial (art.418), por su parte, prohíbe a los jueces dirigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos o corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos invocando la condición de juez o sirviéndose de ella. En ese delicado terreno entra Llarena: censura al poder legislativo sirviéndose de su condición de juez justamente con ocasión del ejercicio de su función instructora. Sé que muchos habrán celebrado la atrevida réplica con que el juez del Tribunal Supremo despacha al legislativo, pero es un contento de pasión política, no jurídica.

En absoluto es mi intención cuestionar las respetables razones que llevan al magistrado Llarena a discrepar de la oportunidad y bondad de las últimas reformas del Código Penal cuyo origen pactado y finalidad política han sido objeto de fuerte contestación y encendido debate político. Pero sí me parece de todo punto inapropiado que aproveche el dictado de una resolución judicial para polemizar con el poder legislativo, cuyas razones rebate, que eso es lo que paladinamente ha hecho en el referido auto. Se trata de una crítica al legislador que, siendo lícita y pertinente en otros ámbitos y ocasiones, no es tarea que deba acompañar al ejercicio de la función jurisdiccional, pues ni corresponde a sus fines ni a la ocasión. La resolución judicial no es documento idóneo para llevar a cabo una refutación de las razones que el legislador plasma en su exposición de motivos como motor de la reforma penal.

El magistrado entabla unilateralmente disputa con –o contra– el legislador, gesto que no es propio de una resolución que solo está llamada a aplicar la ley, no a discutirla por más que se esté en desacuerdo con su oportunidad o calidad técnica. La motivación de las resoluciones judiciales tiene por objeto explicar la decisión que el tribunal adopta, pero no replicar al legislador, entre otras razones porque ello no forma parte del limitado debate jurídico del proceso ni de las razones de una imputación. Dicho de otra forma, el tribunal debe dirigirse a las partes, no al legislador, y menos aún si el debate público sobre la pertinencia de la reforma penal se ha mantenido en términos de contienda política y partidista. El juez ha entrado de lleno en ese enfrentamiento afeando las razones del legislador, y lo ha hecho sin que ello fuera necesario para los fines del proceso.

El magistrado parte del entendimiento de la reforma penal como una reacción del legislador contra la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el enjuiciamiento del procés, lo que se evidencia, dice, porque la reforma analiza una única aplicación aislada del precepto (la de la sentencia), particular visión que facilita al legislador una evaluación de las razones en las que fundamenta el cambio de la regulación punitiva. A partir de ahí, y en clara reacción reconvencional, en contra de lo que dice el legislador (y el gobierno), el magistrado niega la invocada necesidad de adecuar el Código Penal a los ordenamientos de nuestro entorno. La justificación plasmada en la exposición de motivos –dice Llarena– no guarda correspondencia con los presupuestos que esgrime el legislador. Pero la incontinencia reprobadora no se detiene ahí; si el legislador dice en la exposición de motivos que el tipo que se modifica contiene imprecisiones incompatibles con el principio de legalidad, Llarena rebate expresamente tal apreciación. Lo mismo hace con la afirmación acerca de la proporcionalidad de la respuesta penal de los preceptos reformados, que podía haberse remediado, contrapone Llarena, con la rebaja de penas sin necesidad de acudir a la derogación del tipo penal. Sin entrar ya en otros reproches, es evidente el propósito del magistrado instructor de desmontar las razones del legislativo para la reforma. Y está en su derecho no solo de pensarlo sino también de decirlo, pero no en el ejercicio de su función jurisdiccional.

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