Breve historia de un cocido gallego en Madrid

Manuel Villanueva

Manuel Villanueva

Empezaba diciembre y el día había nacido importante porque esa noche se entregaba en el Café Varela su premio literario que este año se lo daban a mi hermano menor, Antonio Lucas. Convocados pues por la excepcionalidad de la causa allí estábamos un buen ramillete de compañeros y amigos largos de nombrar y que por no dejar a nadie atrás no me atrevo a enumerar, sí a decir que prendieron magia en la noche luminosa de Madrid los tres intervinientes. Raúl del Pozo, que se refirió al galardón como “el Nobel gallego”, afirmando que el propietario del Café había establecido el cambio de monedas, coronas suecas por percebes. También habló, mejor dicho, recitó Jabois una imaginativa décima escrita en la urgencia de la tarde. Y luego agradeció el premiado: elocuente generoso, bendiciendo a esa cátedra de aprendizajes donde todos los cuentos se cruzan: los cafés.

Pasadas las sobremesas, un cuarteto de asiduos nos conjuramos para la íntima celebración. Jesus Ruíz Mantilla, Paco Leiro, el propio Lucas y un servidor decidimos citarnos en la otra embajada gallega en Madrid, el Restaurante Lúa, con un menú propio de la temporada, un cocido gallego. 

El clandestino del Lúa

El Lúa tiene un espacio posterior con el semblante de uno de esos rincones que aparecen en “Casino” de Martin Scorsesse, o el de esas reboticas en las que nacían entramados culturales, sintonías y complicidades o cualquier tipo de conspiración. Allí llegamos los aludidos como “gorriones cogiendo altura” que decía Roberto Bolaño, dispuestos a la celebración, la conversación y la pitanza. Sobre la mesa de madera noble de castaño dispuso Manolo Domínguez el mayor espectáculo del mundo: una alineación de fuentes con patatas, fabas en lugar de garbanzos y una trilogía de verduras: repollo del país, asa de cántaro y nabizas; chorizos cebolleros, cacheira, costilla, lacón, hueso de soá (el espinazo del cerdo), jarrete, “freba”y otros chorizos con su puntito picante. Una sinfonía paisana al completo.

La compañía líquida por fuerza había de ser gallega y por no desairar a Manolo, dispusimos un ribeiro tinto: La Huella de Leo 2013, un coupage elaborado por la bodega Coto de Gomariz exclusivamente para Lúa y que supone un sencillo homenaje al inseparable compañero de Manolo, su perro. Es un tinto jugoso, muy frutal aun en su edad, con una acidez viva pero muy medida y que marida perfectamente con una comida tan llena de sabores.

Antes de iniciar la comida, vuelan las copas y brindamos para elogiar y alabar la escritura del premiado. Otra vez Raúl del Pozo: “Antonio Lucas es el príncipe de los poetas, reportero y cronista. Saludemos con admiración y cariño a un buen tipo que llegará lejos porque tiene ese relámpago de fulgor y música de las palabras de los inmortales”.

Nada más sentarnos a la mesa le recuerdo a Antonio que hace justo un año presentábamos su imponente libro, “Buena mar” en el Club Faro. El mejor libro que he leído sobre la mar. Una llamada telúrica del océano en las inhóspitas aguas del Gran Sol.

La mesa desprende un perfil humeante a la luz tenue de este espacio clandestino. Es el cocido un plato que desde hace dos siglos nadie ha conseguido derrotar quizá porque como decía Cunqueiro que en el gallego se pueden apreciar 17 sabores distintos, no sé yo si los concurrentes sabremos apreciar tantos, pero sí encomendarnos a la conversación, a la camaradería y al disfrute.

Antonio sabe tensar los verbos y hacer nudos de seda con los adjetivos, con su voz de Lee Marvin en la “Leyenda de la ciudad sin nombre” sus palabras elevan el relato, flotan como volutas en este aire recogido. Mi padre cuando era niño me hizo sitio en el mítico Café Gijón que frecuentaban poetas, actores, actrices, periodistas, trileros, tahúres, cómicos y hasta magistrados. Allí aprendí la prodigiosa mecánica de los cafés y de la vida: las conversaciones, las lealtades frágiles, los desamparos, las carencias, las envidias y el inmenso valor de las palabras. Aquello desapareció con mi adolescencia.

Fue hace unos años Edu Galán, ese infatigable muñidor asturiano, quien me llevó al Varela, en donde rememoré que los cafés son esas gabarras atestadas de náufragos y aspirantes a cualquier cosa. En los cafés se planifican todas las medianoches y los mil fervores de las madrugadas.

Le interrumpo para decirle que en más de una ocasión él con su lírica de viejo lobo de periódico debiera escribir el manifiesto de los cafés y de los bares, que son sin duda alguna templos de la democracia.

Es ahí -prosigue Antonio- en donde caben todas las conversaciones con ideas contrarias y los silencios cobran importancia, porque cuando de humanos y de sus emociones se trata, el silencio me parece la más alta expresión de respeto, verdad y admiración. En los cafés y en los bares se aprende que la vida está también llena de tragos. Mientras estos establecimientos sobrevivan hay esperanza.

Las palabras de Antonio Lucas llevan la luz de la poesía dentro.

Recuerdo que hace unos meses, en el transcurso de un almuerzo, el poeta Benjamín Prado me dijo que “las amistades más bonitas empiezan en los cafés y en los bares”, seguramente a propósito de la suya con Alberti.

Desde Arousa a Serrat

Paco Leiro también sabe de cafés, de bares y de tabernas, de las suyas en Cambados, y distiende la conversación con su infinito anecdotario de aquellos pagos anfibios.

Circula el ribeiro con sus lágrimas tintas derramándose en nuestras copas y el escultor arousán se arranca con uno de sus ingeniosos cuentos de infancia, una atrabiliaria historia que ocurrió allá por los años 60 en una escuela pública del Valle del Salnés en la que impartía clase don Gumersindo, uno de esos personajes que empleaba su tiempo de ocio recorriendo tabernas con criterio propio en las que daba cuenta de albariños, caíños y espadeiros porque la cerveza le hinchaba mucho.

Sus clases eran una colección de entusiasmos, con niños revoltosos que pensaban más en las travesuras que las enseñanzas. El alumnado era de lo más variopinto y lucido de la comarca. Apunta Paco que allí nadie se llamaba por su nombre sino por su mote: Catarrexo, Paspallás, Cachucho, Caranguexo y Juan Pichote, que cuenta Leiro protagonizó una de las hazañas más sonadas de la escuela. Una mañana, para vengarse de unos suspensos que él consideraba injustos decidió mearse en la leche que luego habían de tomarse de merienda sus compañeros. Fue Toñito Escarapote, quien le vio en tan escatológico trance, el encargado de delatarle: “Don Gumersindo, don Gumersindo, ¡Pichote se meó en la leche!”. El maestro perplejo no daba crédito a la infausta noticia y sin pereza aparente metió el cazo en el recipiente y probándolo dijo: “Chicos adelante, la leche no sabe a nada”, amortiguado como llevaba ya su paladar por las dos jarras de tinto de Rubiós que se había trasegado en la comida. A Juan le quedó ya para siempre el sobrenombre de “Pichote o mexón”.

Ruedan en esta tarde la conversación y la vida de manera serena y abierta mientras damos cuenta de la generosa pitanza con productos traídos de Lalín y O Carballiño.

Jesús Ruíz Mantilla sabe tejer las palabras y conducirlas hasta las páginas del periódico, llevar lo cotidiano a la experiencia común de la lectura. Su patria son sus reportajes y entrevistas, también sus libros y antes que nada, Cantabria. Encuentra Jesús siempre el verbo justo, el adjetivo preciso y el sujeto adecuado.

Ayer coincidimos en el concierto de despedida de Joan Manuel Serrat y sobre ello se arranca: "Se va pero se queda porque sus canciones nos acompañarán siempre". El poeta alemán Michael Kruger decía que “de vez en cuando la infancia nos manda postales”. Los conciertos de Serrat son así, una correspondencia que llega en forma de canciones que crean imágenes, situaciones, hay hasta algunas que son un balance transitorio de nuestras vidas.

Sobre el escenario es igual que en la distancia corta: espontáneo, culto, sereno y de una elegancia natural inigualable; con la sencillez de cuatro acordes es capaz de contarnos maravillosas historias de amor, de soledad, de personajes insólitos como Curro El Palmo, o de la España vacía de su pueblo blanco. Le ha puesto música y voz a Miguel Hernández, Machado o Mario Benedetti. Serrat se va pero se queda con nosotros, resonando en nuestra alma colectiva, con su desfile de himnos mil veces coreados: Mediterráneo, Tu nombre me sabe a yerba, Penélope… Un compendio de belleza escrito y cantado durante más de 50 años. Ayer se despidió con esa naturalidad que lleva por equipaje de mano: “Ha sido un placer”. El gusto ha sido nuestro.

Un día de enero, por San Julián

A los postres desfilan por la mesa unas excelentes cañas del Cerviño que acompañamos con el destello dorado del tostado de Ribeiro, el jerez gallego, “el vino noble de Galicia” como lo tilda el sabio profesor Xavier Castro.

Otero Pedrayo le concedió el título de joya de la corona del Ribeiro y escribió que “un trago de tostado es un rayo de sol sobre los sauces”.

En este tiempo final de sobremesa les cuento a esta escueta tripulación de remeros amables de la conversación que mi abuela paterna celebraba el día grande de su parroquia, San Julián, matando al gallo y oficiando un cocido de dimensiones olímpicas. Aquel día alrededor de la mesa despedíamos el período festivo navideño y nos juntábamos un tropel de personas alrededor de una mesa poblada de viandas que destellaban el fulgor de la abundancia. Allí aprecié el sabor cálido y cartilaginoso de la oreja y me hice militante de la verdura más sabrosa, el asa de cántaro. Y aprendí que para comer un cocido se exige calma. Guardo también el recuerdo de un amigo entrañable de mis abuelos, un matachín de cerdos apodado “O Fugicho” que se sentaba a la cabecera de la mesa y exhibía una estampa que con los años vi retratada en la figura de Luca Brassi en “El Padrino”. Su tripa era monumental y la servilleta que se anudaba al cuello se posaba sobre ella en posición horizontal. Cándido, que así se llamaba, pedía menesteroso un cuchillo enorme: “¡Traedme al ministro!”, y se disponía a trinchar las diferentes piezas del cocido. Jamás volví a ver tanta destreza en el reparto, en la conversión de un cocido en un orden habitable, manejable para el plato. O Fugicho convertía aquella placentera cita gastronómica en la arquitectura gremial de la fantasía.

Alguna vez leí que la palabra "compañía" tenía mucho que ver con los que comparten el pan. Eso hemos hecho hoy, compartir pan, vino, cocido, tiempo y conversación porque como decía Cunqueiro “los que bien conversan comen mejor”. Tengo para mí que con las formas de Leiro y los lenguajes literarios de Antonio y Jesús hemos vivido hoy en una tarde feliz. Hablar es escribir en voz alta.

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