El sobrepeso de la política (y II)

Julio Picatoste

Julio Picatoste

A la vista está que puestos relevantes en instituciones claves del Estado son ocupados por personas solo avaladas por una trayectoria política y no por su nombradía como juristas de reconocido prestigio, y ello pese a que es esta, y no aquella, la concreta exigencia legal para el desempeño de tales cargos.

Véase, por ejemplo, lo que dice el artículo 6.1 de la L.O. 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado o el 18 de la L.O. 2/1979 de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional. Según el primero, la presidencia de aquel órgano consultivo debe recaer en “jurista de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado”. De acuerdo con el segundo, los miembros del Tribunal Constitucional serán nombrados entre magistrados, fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos o abogados, que además sean “juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional o en activo en la respectiva función”. Sabido esto, compare el lector con lo que está ocurriendo.

Es grave la iniquidad de quienes deciden los nombramientos para cargos cimeros de las instituciones anteponiendo el pedigrí político del elegido a la cualificación jurídico-profesional que la ley requiere para tales dignidades; pero no lo es menos que el legislador esté imbuido de la misma filosofía hipervalorativa de la actividad política, a la que atribuye equivalencias inadmisibles. Tenemos un ejemplo en la sangrante regulación contenida en los arts. 351.f) y 354.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Según estos preceptos, de todo punto extravagantes, el tiempo durante el cual un juez muda de profesión y se dedica a la política se equipara a todos los efectos favorables (antigüedad, ascensos, derechos pasivos, promoción, reserva de plaza) al ejercicio de la función jurisdiccional, como si no la hubiese abandonado. Tal equivalencia –entre burla y agravio– es sencillamente intolerable. Supone que quien voluntariamente deja la función judicial para dedicarse a la política es tratado como si efectivamente hubiese continuado en el ejercicio de la jurisdicción, no pierde nada y lo conserva todo. De servicio activo real en la política, y, a la vez, de servicio activo virtual en la jurisdicción; digamos que es una suerte de “bigamia administrativa” incentivada por la ley.

Y por si no fuera bastante –¡son insaciables!– con estupefacción he leído en algún medio la información acerca de un proyecto de regulación de las puertas giratorias de los jueces; al parecer, la cosa se encuentra en fase de conversaciones entre partidos (los medios hablan de “Génova y Moncloa”); se conoce la idea, pero no documento alguno que la recoja. Se trata de que los jueces y magistrados que hayan sido parlamentarios o hayan ocupado determinados puestos en la Administración General del Estado, al regresar a la función judicial, lo hagan como magistrados del Tribunal Supremo. O sea, para entendernos, la dedicación de un juez a la política activa –abstinente, por tanto, de códigos, sentencias y acopio de experiencia jurisdiccional– le enriquece jurídicamente de tal modo que su retorno a los tribunales lo hace como jurisconsulto adornado de tales excelencias que su destino natural no puede ser otro que el Tribunal Supremo. Pero, según la ocurrencia en proyecto, para evitar el paso inmediato al ejercicio de la jurisdicción, el “retogado” deberá permanecer, a modo de “vacatio jurisdiccional” o purgatorio, en el Gabinete Técnico del Tribunal Supremo durante un tiempo determinado, transcurrido el cual pasaría ya, una vez descontaminado, a integrarse en la Sala correspondiente del alto tribunal. Si los cargos anteriormente desempeñados lo han sido en la Administración autonómica, la vuelta a la judicatura sería mediante integración en Tribunales Superiores de Justicia.

La idea es, sencillamente, aberrante y peregrina. No creo que haya hombre justo y razonable que pueda compartirla ni permanecer indiferente. De nuevo el ejercicio de la política aparece como un taimado atajo que habilita para el acceso a determinados cargos judiciales al margen de la excelencia o méritos profesionales del “colocado”. Espero que semejante esperpento se desvanezca como sueño de una noche de invierno. La carrera judicial no puede tolerar tamaña afrenta. Si es preciso, tendrá que remangarse las puñetas y dar un golpe en la mesa. Y las asociaciones judiciales ya pueden prepararse para detener el avance, si lo hubiere, de tan inaceptable como perniciosa idea. Y si no son capaces, será mejor que vayan pensando en su disolución.

Suscríbete para seguir leyendo