“Violencia política”

Julio Picatoste

Julio Picatoste

“La agresión verbal surge de una carencia de la capacidad de argumentar”

Adelino Catani y otros

Hace unos días, la ministra Montero fue objeto, por duplicado, de unos improperios insolentes e intolerables. Primero fue una concejala zaragozana de Ciudadanos que se despachó con una grosería desmedida; ella misma reconoció la improcedencia de sus palabras; después, en el Congreso, una diputada de Vox vomitó otro exabrupto, que puso a la ministra al borde del llanto. La diputada no solo no se retractó ni se disculpó, sino que rio y coreó la repugnante jactancia de su grupo, jaleado por un correligionario histriónico y cavernario. Deplorable y decepcionante. Fueron alusiones groseras que no tienen cabida en el debate parlamentario. El insulto o el argumento ‘ad personam’ son formas de bajeza dialéctica que prenden con facilidad en un auditorio de secuaces sectarios; constituyen, sin duda, recurso fácil para quienes carecen de argumentos y de elegancia; elegante viene de elegir, y es inelegante quien no sabe elegir, y por eso opta por la bazofia y no por la seriedad y la cordura. Porque en el debate parlamentario no se trata de herir, sino de convencer. Herir es fácil; pero para convencer se necesitan razones y argumentos, y el que no los tiene disparata.

¿Pero qué clase de personajes están accediendo al Congreso? Suele decirse de este que es la sede de la soberanía nacional; pero también es templo de la palabra, pero de la palabra como instrumento dialéctico del debate, no para ser boleada por bateadores deslenguados que aprovechan su escaño –dado por el pueblo para otros menesteres– para el ataque personal, impropio del debate político. Esa actitud es frecuente en los partidos extremistas de uno y otro signo. Si los eleatas –primeros filósofos griegos que practicaron la dialéctica– se asomasen al Parlamento español actual verían ojipláticos y con estupor la indigencia retórica de algunos diputados.

Sin duda, las paredes de esa digna cámara, que tuvieron el privilegio y gozo de oír la palabra elegante y soberbia de Ortega y Gasset, el parlamento de Azaña, el decir apasionado de Unamuno, los discursos de Alcalá Zamora o de Indalecio Prieto, las mismas paredes que sirvieron de escenario al gesto gallardo y honorable de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo ante la barbarie de los golpistas que querían sustituir la palabra por la pólvora y vencer sin convencer, esas augustas paredes, digo, se sonrojarán cada vez que la ramplonería se adueña del discurso. Se envilece así la vida política, se embastecen los debates, se malversa la nobleza del quehacer político. La ministra Montero habla de “violencia política”, expresión que, pese a ser desafortunada, me temo que por mimetismo y conveniencia terminará por imponerse en la jerga del lenguaje político.

“El insulto o el argumento ‘ad personam’ son un recurso fácil para quienes carecen de argumentos y de elegancia”

Ahora bien, hagamos honor a la verdad y a la memoria. Contemplemos la vida política con audición estereofónica y visión binocular. Y ya adelanto que en modo alguno trato de justificar los improperios sufridos por la ministra Montero, sino de señalar que en todos lados cuecen habas, aunque, a veces, con distinto hervor. No podemos olvidar que fue Pablo Iglesias quien propugnaba la normalización del insulto como parte del debate político. Pronto salieron al paso algunos psicólogos advirtiendo que la normalización de los insultos favorece los actos de quienes no son capaces de controlar su propensión a la ira y con ello la violencia física. El mismo Iglesias afirmó que el escrache, que es expresión violenta, era jarabe democrático, democratización del debate político, expresión de democracia. Y quién no recuerda su intervención en el que le fue montado a Rosa Díez en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, ataque a la libertad de expresión en el que es también templo de la palabra y las ideas.

Entonen todos, por tanto, el ‘mea culpa’. Todos colaboran al deterioro del debate político, que puede y debe ser crítico, vehemente y en ocasiones hasta bronco, pero con los límites que lo diferencien del estropicio y la indignidad verbal.

Conviene que algunos políticos hagan autocrítica y examen de conciencia, que de aquellas lluvias vienen estos lodos.