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María Oruña

Luto en la cultura

María Oruña

El escritor que soñaba con el Nautilus

No recuerdo cuando conocí a Domingo Villar. Debió de ser en alguna feria literaria, cruzando un saludo tímido. Tal vez en Madrid, quizás en Vigo. Un “hola, qué tal”, y poco más. Sin embargo, recuerdo con perfecta nitidez la primera vez que hablamos de verdad. Fue el año pasado, en Vilagarcía. Era una tarde fresca de junio y teníamos tertulia literaria mi querida amiga Ledicia Costas, él y yo misma. Lo primero que me llamó la atención fue la sonrisa de Domingo. Era una sonrisa de espera, de amigable recepción y escucha a todo lo que tuvieses que contarle. Pero lo que más me gustó fue su honestidad: hablaba tal y como escribía. Con calma serena pero con contenido, bien direccionado.

¿Sería posible que estuviese mirando y admirando a un hombre que marcaba el ritmo al hablar y al moverse como en cada uno de sus libros? Recordé las sensaciones que me había dejado su novela El último barco. Antes de comenzar a leerla me había parecido demasiado extensa, y al final había comprendido que era magnífica.

Terminamos el acto y, dado el agudo frescor de la noche, estuvimos a punto de irnos cada uno a nuestras respectivas madrigueras. Sin embargo, todo el mundo sabe que los escritores somos de enredo fácil, de modo que terminamos Ledicia Costas, Pedro Feijoo, Domingo y yo —entre otros— cenando en el casco viejo de Vilagarcía. Y aquí llegó la magia. El hombre que hablaba como escribía y que me parecía de mirada algo huidiza, tímido, resultó ser un conversador excelente. Llegó un momento en que le solicitó un bolígrafo al camarero. Éste lo miró primero a él y luego a las maravillosas viandas que había sobre la mesa, como si no encontrase sentido alguno a la petición. ¿Para qué escribir, si unas deliciosas zamburiñas y navajas se enfriaban en sus bandejas?

Pero Domingo no quería escribir. Quería dibujar. Cuando consiguió su bolígrafo, tomó una servilleta y dibujó un Nautilus. Sí, ya saben, el maravilloso submarino de Julio Verne. Lo había imaginado para Vigo, en tierra firme. Lo había soñado con imagen decimonónica en Montero Ríos, como centro de recepción de turistas, como sala de congresos; me consta, incluso, que había llevado su idea hasta alguna alta instancia. Cada vez que miraba el plano que acababa de dibujar y hablaba sobre sus ideas para hacer de aquel Nautilus un lugar de referencia en Vigo, le brillaban los ojos. A pesar de su discreción y modestia, comprendí que habitaba dentro de aquel escritor un universo extraordinario. Unos minutos más tarde habló con su mujer por teléfono; creo que también estaban presentes algunos de sus hijos. Fue una videollamada a la que nos unió a todos los comensales, a pesar de que a algunos nos acababa de conocer.

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Siento que ya no puedan cruzar sus caminos, en persona, con un tipo tan fantástico. Pero léanlo, háganme caso. Sabrán que están dentro de los universos de un soñador. La última vez que lo vi fue en septiembre, en la Feria del Libro de Madrid. Íbamos de caseta en caseta y nos deteníamos al vernos, solo para saludar. Mi marido le tomó una foto, aquí la tengo. Sonrisa limpia y honesta, tranquila. Ahora, me pregunto dónde habré puesto la servilleta con el Nautilus. Me la llevé aquella noche entre risas, jurando que la vendería por un dineral algún día. La perdí, querido compañero. Hay sueños que solo pueden volar.

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