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Joaquín Rábago.

Esferas de influencia

Lo que sucede actualmente en Ucrania es en el fondo un conflicto de esferas de influencia entre una superpotencia que ve en peligro su hegemonía global y un país que no se resigna a la pérdida del estatus de que gozó durante la Guerra Fría.

Durante aquellos años, los frentes entre los bloques estaban bien claros: la Unión Soviética no dudó en recurrir a sus tanques para aplastar, como ocurrió en Checoslovaquia, cualquier rebelión interna en los llamados “países satélites”.

EE UU, por su parte, tampoco vaciló en apoyar a organizaciones secretas para frustrar en caso necesario la llegada de los comunistas a algún gobierno de Europa occidental como, por ejemplo, Italia, donde existía un Partido Comunista muy fuerte.

Las naciones del Tercer Mundo, mientras tanto, optaban según la ideología de sus gobernantes y sus intereses militares o económicos por uno de los dos bloques y tanto EE UU como la URSS procuraban por todos los medios, blandos y duros, que continuaran en su redil.

Esa situación internacional se quebró a partir de 1989 con la caída del muro de Berlín, el derrumbe del bloque comunista y la consiguiente desaparición del Pacto de Varsovia.

Hubo quien soñó entonces con la posibilidad de un nuevo orden mundial basado en valores y reglas, en el que la competencia se viese sustituida por la cooperación y los pueblos pudiesen elegir a sus gobernantes sin que ello significase adscribirse a una determinada alianza.

Pero, como señala el historiador alemán Herfried Münkler, de haberse tomado eso en serio (1), Occidente, o mejor dicho Estados Unidos, habría tenido que disolver la OTAN o al menos dar pasos en esa dirección.

Y el hecho de que ello no ocurriese es indicativo de las dudas con respecto a la viabilidad de ese nuevo orden mundial a la vez que explica la desconfianza actual de Moscú sobre las intenciones reales de Estados Unidos.

El economista estadounidense Michael Hudson lo tiene todo mucho más claro: el objetivo real de Estados Unidos es mantener en su redil a Europa y poner los mayores obstáculos posibles a su comercio con Rusia y con un rival económico todavía más poderoso como es China.

Lo que más preocupa a Washington, afirma Hudson (2), es que Alemania y otros países tanto de la OTAN como los que se encuentran a lo largo de la Nueva Ruta de la Seda se beneficien de las oportunidades del comercio con Rusia y sobre todo su gran rival, China.

Solo así se explica, y no por las razones que aduce siempre Washington como la mayor dependencia de Rusia que entrañaría para toda Europa, la oposición norteamericana a la puesta en marcha del gasoducto del Báltico Nord Stream 2, que tanto necesita Alemania.

EE UU ha dicho a Berlín que no se preocupe, que le suministrará su propio gas licuado –procedente de la fracturación hidráulica–, aunque Alemania no dispone de los puertos de descarga necesarios, ese gas es mucho más caro que el ruso y no sería en ningún caso suficiente para las necesidades alemanas.

Lituania prefirió renunciar a su comercio agrícola con Rusia –por ejemplo, sus exportaciones de queso– tras impedir que el ferrocarril estatal transportase potasa bielorrusa hasta el puerto lituano de Klapeida, en el Báltico.

Hudson ve la mano de Washington tanto en esa decisión perjudicial para sus propios intereses económicos como en la adoptada también por Lituania de admitir el establecimiento en esa república báltica de una oficina de representación de Taiwán, cuya independencia no reconoce Pekín, lo que motivó la ira de la China comunista.

Estados Unidos, argumenta el economista norteamericano, quiere mantener sus “protectorados” en Europa y el este de Asia dentro de su zona de influencia, amenazada sobre todo por el rápido auge de China.

“Hay desconfianza de Moscú sobre las intenciones reales de EE UU, que no quiere renunciar a sus zonas de influencia”

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El último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, confiaba en que la economía rusa pudiese beneficiarse de las inversiones y del comercio con Europa, pero eso no era algo que desease Washington.

El senador norteamericano y candidato frustrado a la Casa Blanca John McCain llegó a referirse despectivamente a Rusia como “una gasolinera con bombas atómicas”.

Los asesores estadounidenses del primer presidente de la nueva Rusia, Boris Yeltsin, animaron a la privatización de los recursos naturales del país y su entrega a los cleptócratas rusos que debían lucrarse, explica Hudson, con la venta posterior a inversores occidentales.

EE UU ha querido controlar siempre el petróleo del mundo y no ha dudado en derrocar a gobernantes y poner a otros como ocurrió con el iraní Mohammad Mosaddeq, que nacionalizó el sector y fue derribado en un golpe de Estado organizado por la CIA .

De ahí, explica Hudson, que EE UU continúe hoy en Irak pese a que el Gobierno de Bagdad haya pedido que se marche o que mantenga tropas en los campos petroleros de Siria.

En Arabia Saudí y otros aliados del Golfo no necesita controlar directamente el petróleo, sino que le basta que esos países depositen sus ganancias en EE UU y le compren además masivamente armas, uno de sus mayores negocios.

No, EE UU no quiere renunciar a sus zonas de influencia, de las que la más importante es sin duda la Unión Europea, a la que quiere vender no sólo su petróleo, sino también su armamento. Y tensiones como la actual con Ucrania siempre ayudan.

(1) Artículo publicado en el semanario ‘Die Zeit’

(2) De la revista digital ‘Counterpunch’

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