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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Hermana vaca

Tres vacas algo locas y con ganas de fiesta se fugaron de un establo de Vila de Cruces pasada la medianoche, quizá intuyendo la proximidad de alguna verbena. Sus malos pasos las llevaron al pie de un barranco, junto a un río de la Galicia interior, de donde su dueño consiguió rescatar a dos de ellas. La tercera, felizmente preñada, no tuvo tanta suerte y es la que da pretexto a una historia casi navideña que en los últimos días han popularizado las teles.

Unidos frente a la desgracia, los vecinos no dudaron en organizar turnos de guardia nocturna para velar por la aprisionada Lola, nombre con el que improvisadamente la bautizaron los plumíferos que seguían el caso.

Durante los cuatro días que duró la odisea vacuna, los solidarios guardianes se ocuparon de prevenir un posible ataque de los lobos, que a veces no son tan hermanos como pretendía San Francisco.

La cubrieron con una manta para ahorrarle los fríos propios de las noches de noviembre y contrataron los servicios de dos retroexcavadoras para que le allanasen una vía de escape. La historia acabó con final feliz y la vaca de vuelta a la corte, que es como atinadamente se llama en Galicia a las cuadras donde las reses viven como reinas.

Nada hay de extraordinario en el lance, habida cuenta de que las vacas son como de la familia en tierras del norte; y ya se sabe que por la parentela se hace lo que haga falta.

Prueba de ese vínculo familiar era la costumbre de ponerle nombre al ganado, vigente aún en algunos lugares. La de Vila de Cruces podría haber sido una Pinta, una Gallarda, una Blanca, una Pichona, una Marela, una Marquesa, una Rula o cualquier otro de los apelativos cariñosos que otrora era costumbre dar a las vacas.

“Las vacas son como de la familia en tierras del norte; y ya se sabe que por la parentela se hace lo que haga falta”

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Ya no se usa tanto este antiguo hábito, claro está. Las explotaciones ganaderas han crecido lo suficiente como para que a menudo se despersonalice a las reses con un crótalo en la oreja y un código de barras. Es uno de los pocos gajes del progreso indudable que ha traído consigo la profesionalización de su cuidado, que ya incluye sistemas informáticos de custodia y control de alimentación.

Casos como el de la ternera rescatada no hacen sino refrendar la idea de que este es un país de sentimientos franciscanos que además de proteger con leyes al hermano lobo guarda una sincera devoción a la hermana vaca (mayormente por la parte del solomillo) y a los cerdos en cuyas carnes se funda el cocido y el lacón con grelos.

El de los gallegos por las vacas ha sido siempre un amor interesado, como todos los amores verdaderos. Nada más natural. Un animal capaz de proporcionar carne, leche, cuero y fuerza de tracción para el carro y el arado –además de dinero en la feria– no podía menos que suscitar el afecto de sus dueños.

Ninguna contradicción hay en que, una vez salvadas, se las sacrifique para el consumo. En Galicia, como en Asturias y otros parajes norteños, la devoción por las vacas se condice sin problema alguno con su disfrute en el plato. Es el último de los muchos servicios que la hermana vaca presta a quienes tanto la quieren.

De ahí que la historia de Lola, que recuerda a un cuento de Navidad, sea un suceso de lo más corriente en el norte por mucho que haya llamado la atención de los telediarios. Son asuntos de familia sobre los que no hay que decir ni mu.

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