Hay que reconocer que esto de celebrar las fiestas con diez años –o más– de retraso tiene su morbo. Y ya ni se diga cuando, al menos en términos de sospecha, se hacen coincidir no solo para alegrar, sino para mayor gloria de los que las organizan o deciden las fechas. En todo caso, producen un cierto alborozo entre los invitados y/o los espectadores, lo que tiene su miga porque los segundos suelen ser muchos y los primeros pocos y escogidos. Y, en Galicia, han ocurrido casi a la vez dos festejos: ayer la llegada del AVE Madrid-Ourense y hoy la cumbre de ocho presidentes.

Por lo que respecta a lo del tren de alta velocidad, sucede lo que dicen de la muerte y los impuestos: se sabe que llegarán, pero no cuándo, y ese detalle cuesta admitirlo. Tras los discursos de ministra y responsables de las comunidades, quedó clara la alegría, a la vez que alguna reticencia por el retraso y las dudas acerca de su remate. Y, sobre todo, por la incógnita que supone el calendario de obras y plazos de remate en las tareas de modernización de la red ferroviaria convencional en el Noroeste, reclamada por el Parlamento gallego hace casi treinta años y además por unanimidad de los grupos que entonces lo formaban.

El segundo festejo, o al menos considerado como circunstancia muy destacable, es la cumbre de los ocho presidentes, celebrada después de que Moncloa remitiese su nihil obstat a los del PSOE a la invitación del señor Feijóo para reunirse en Santiago. Es poco probable –en opinión de quien escribe– que desemboque en un acuerdo porque los puntos de partida están demasiado distanciados en la práctica de lo que pudiera deducirse de la teoría que, en resumen, consiste en estudiar los repartos de la financiación autonómica, a reformar, y europea pendiente de recibir.

Se deja expuesto el escepticismo sobre los resultados no tanto por lo que todos piden, que es justicia distributiva, sino por la convicción de los mandatarios del PP de que el reparto no será equitativo, y que la parte mayor se destinará a quienes digan los socios del Gobierno central y sus afines. Y que eso discrimina a los adversarios, tesis que los socialistas no pueden admitir sin más por evidente que resulte. En realidad, es lo que pasa ahora mismo en la política española: que todos piden diálogo y hacen gestos como si lo buscasen, pero no pasa de charlas entre sordos.

Es cierto que nunca puede descartarse el milagro de un entendimiento. El señor Feijóo, diplomático en cuanto que anfitrión, afirmó que lo que se busca es acentuar la coincidencia de criterios para, de ese modo, reforzar también el suyo, pero la disciplina en una formación que gobierna el país, aunque sea en coalición, no permite determinadas “alegrías”. La principal, y seguramente la más deseada por los españoles, sería un acuerdo entre los grandes partidos para resolver una cuestión tan seria y decisiva como la de la financiación justa al conjunto del país. Y hace ya bastante tiempo que esos acuerdos están vetados, e incluso ahora hay quien propone revisar los conseguidos en los primeros años de la democracia. Está visto que, aquí, el cainismo es un mal casi genético en el oficio público.