Opinión | Crónica Política
La reedición
A estas alturas ya debería estar del todo reconocida la sabiduría que se encierra en el refranero popular, aunque algunos de sus contenidos resulten complicados de entender. Pero su uso por la gente del común lo ha convertido hasta en un breviario de consejos o de avisos. Es el caso del “a buenas horas, mangas verdes”, perfectamente aplicable al anuncio de la Xunta de que prepara un plan nada menos que para “potenciar el impacto del Gaiás” y así buscar caminos para su financiación. O sea, que la idea ha tardado diez años en alumbrarse, pero –según la misma fuente– nunca es tarde cuando la dicha llega.
El caso es que la Cidade da Cultura pasó de ser un megaproyecto –“faraónico”, dijo entonces la oposición– de afamado arquitecto anglosajón, encargo de don Manuel Fraga que, debidamente adornado por el entonces conselleiro Pérez Varela, llegó a convencer a no pocos observadores. Ocurrió que, al pasar de las musas al teatro, el coste se disparó y, pese a los intentos de viabilizarlo, se convirtió en causa permanente de debates y polémicas que alumbraron “detalles” de difícil aceptación. Y la cosa cambió de aspecto. Le ocurrió a la Xunta del PP y a la otra.
A lo largo de los años, y aparecidos algunos indicios “raros”, se constituyó una comisión de investigación en el Parlamento de Santiago que, como otras, no llegó a su término previsto. Por el camino hubo elecciones, cambio en la Xunta y lo que había sido para la izquierda un monstruo se convirtió en un foco de luz que llevaría la galeguidade hasta los límites del mundo conocido. Incluso, con una conselleira del BNG, se planteó la privatización de cada edificio para hacerlos viables, lo que le costó a la dama una reprimenda pública por parte de la dirección nacionalista.
Lo cierto es que la Cidade –cuya ubicación en Santiago provocó también inquinas en A Coruña– pasó de ser el “Guggenheim gallego” a un mamotreto imposible de financiar que se destina ahora –lo que se terminó de él–, tras reforma del proyecto, a un recinto funcionarial cuyo coste de mantenimiento en verano agobia y en invierno es una losa. Como casi siempre ocurre, con investigación o sin ella, nadie ha asumido responsabilidades de algún tipo por el “regalo”.
Conste que cualquier contribuyente incluido en la categoría “del común”, según su propio nombre indica, estaría –aparte de irritado por el destino de su aportación– estupefacto ante esta “reedición” del asunto. Que parece tanto más chocante cuanto más se reflexiona sobre el momento: en plena pospandemia, con los recursos orientados a afrontar lo que aún queda de ella y ni se diga para paliar sus efectos sociales, sanitarios y económicos, habrá quien la considere una frivolidad. Cierto que, tras el anuncio, poco o nada más se supo y eso aporta una cierta esperanza de que se recupere el sentido común, pero nunca se sabe; en la política que ahora mismo se aplica, cualquier cosa que alguien crea que puede dar votos, se presenta como la mejor ocasión que vieron los siglos. Pero, de eso, nada. O muy poco.
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