Escribió Quevedo en sus Migajas sentenciosas que “el sol para hacerse estimar, no había de amanecer cada día”. Y es que lo que vemos todos los días lo acabamos encontrando como algo natural y no le damos la importancia que realmente tiene. Algo parecido sucede con el ser humano. Somos tantos y vemos que vivimos y lo hacemos día a día que no nos paramos a pensar todo lo que está en funcionamiento permanentemente para que podamos ver, oír, hablar, sentir; en definitiva, existir. Pero del hombre no puede decirse lo de Quevedo sobre el sol: este podría ocultarse por cierto tiempo y volver a salir, el ser humano, en cambio, cuando lo abandona la vida ya no puede recuperarla.

Por lo que antecede, creo que no exagero si digo que el ser humano como organismo viviente está perfectamente diseñado. No niego que podría haberlo sido de otro modo. Pero como me cuesta imaginar otro ser diferente, con otras, las mismas, o similares, características, considero que el hombre es un ser incomparablemente conformado. En una rápida y apresurada aproximación, se puede decir que, en general, todo él es una organización complejísima y perfecta de células con un funcionamiento vital completo y armónico desde que empieza a existir y que está dotado de unas facultades físicas e intelectuales proyectadas para que duren en pleno uso muchos años.

No sé a ustedes pero a mí más de una vez me maravilló que este ser que somos comience un día a ser; es decir, que todo él funcione, por lo general, perfectamente, que venga con todas las “piezas” y todas ellas funcionando, que dure año tras año mucho tiempo, y que su deterioro sea progresivo pero pausado, hasta que esa maravillosa maquinaria deja de funcionar.

Tras este pensamiento recurrente no es ilógico que me haya preguntado a quién se debe tan extraordinario prodigio. Cada uno tendrá sus propias explicaciones, pero me van a permitir que ofrezca una visión puramente literaria (prescindo de toda consideración religiosa) iniciando un vuelo libre ayudado por mi imaginación. No navegaré sobre el apasionante mundo de la evolución, sino sobre el que mejor me viene para escribir lo que sigue, que es el de la creación.

Las que siguen, pues, son reflexiones sobre el mito de la creación concebido como un relato de tipo mitológico-religioso del inicio del Universo, y, por tanto, de la Tierra, de la vida y del primer ser humano, como consecuencia todo ello de un acto deliberado de creación realizado, en la versión judeo-cristiana, por Yahvé o Dios.

Para mi propósito voy a servirme de la formación cultural que he recibido que no es otra que la Biblia, advirtiendo desde el principio que la considero como una obra perteneciente al género de la historia interpretada. Con esto quiero decir que, lejos de buscar un relato exacto de lo sucedido, con la Biblia se obtiene información, con un trasfondo religioso, de unos acontecimientos entre reales y ficticios. Y todo ello teniendo bien presente que dicha obra pasó a lo largo del tiempo por procesos de copia, traducción, añadidos y supresiones que modificaron su texto originario.

Pues bien, advertido todo lo que antecede, para buscar respuestas sobre la creación de esa “máquina prodigiosa que es el ser humano” hay que acudir al Libro del Génesis, concretamente a su capítulo primero.

“Más de una vez me maravilló que este ser que somos comience un día a ser, es decir, que todo funcione, por lo general, perfectamente”

El Génesis lo cuenta así: "Y dijo Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra'" (en el versículo 26). Añade en el 27: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Agrega en el 28: “Y los bendijo Dios y les dijo Dios: Fructificad y multiplicaos; y henchid la tierra y sojuzgadla; y tened dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves de los cielos y sobre todas las bestias que se mueven sobre la tierra”. Y en el 31 concluye “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana del día sexto”.

Ya saben que según el Génesis el séptimo día Dios descansó. Pero desconozco si saben que Dios creó antes la tarde que la mañana. Así resulta del versículo 5 de dicho capítulo, en el que se afirma: “A la luz le llamó día, y a las tinieblas noche: y así de la tarde aquella y de la mañana siguiente, resultó el primer día”.

Por eso, no es extraño preguntarse qué hizo Dios la mañana anterior al primer día. Caben muchas posibilidades, pero para mí lo más probable es que se hubiera dedicado a resolver algunos problemas que iba a plantear la propia creación del hombre. En efecto, tuvo que preparar que el hombre fuese racional y, por lo mismo, libre, darle la posibilidad de elegir entre múltiples opciones. Pero no podían ser todas buenas, porque entonces ninguna elección podía ser equivocada. Y en ese caso, nunca habría nada que perdonarle. Había, pues, que prever, al menos, una opción que no fuese buena y hacer posible que el hombre pudiese escoger entre esa opción y las demás. Para lo cual, se necesitaba preconcebir, con anterioridad a la Creación, la prueba a la que habría que someter al hombre para que se ganase vivir eternamente en el Paraíso. Además, un Dios previsor tenía que planificar cómo iba a quedar el hombre si no superaba la prueba.

A ambas cosas, creo yo que dedicó Dios la mañana anterior al primer día de la Creación. Lo cierto es que el hombre comió del árbol prohibido y tal vez por ello hay actos del hombre que asombran por su grandeza de espíritu y generosidad, pero también otros que son impropios de un ser dotado de razón.