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Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

Cuarto y reválida

En el bachillerato elemental, al llegar al cuarto curso, para obtener el certificado de haberlo superado era necesario pasar una reválida. Un examen que consistía en evaluar los conocimientos obtenidos a lo largo de esa etapa formativa. Esta prueba sólo se podía llevar a cabo en el Instituto de Enseñanza Media Santa Irene en Las Traviesas o en los centros que se denominaban “reconocidos superiores”. Los Salesianos no estaban dentro de esa categoría, por ello teníamos que desplazarnos hasta allí, para jugarnos como “jabatos” y en un único examen, nuestros cuatro años anteriores.

Así, con catorce años, todos los niños de la ciudad que no estudiábamos en un colegio reconocido superior, nos veíamos obligados a lidiar con esta prueba en el Santa Irene en la modalidad denominada “por libre”. Recuerdo aún hoy la sensación de nervios y responsabilidad que sentíamos el día de autos.

Al llegar al imponente edificio de la plaza de América en Las Traviesas al otro lado de las cocheras de los tranvías, cruzábamos la puerta y los bedeles nos conducían ordenados por colegios hacia alguno de los pasillos donde habían montado hileras de pupitres individuales. Éramos tantos, que las aulas no disponían de la operatividad necesaria para hacer la prueba de forma simultánea.

Allí nos esperaban profesores míticos de los que habíamos escuchado sus nombres constantemente en nuestros respectivos colegios a lo largo del curso, pero que no conocíamos físicamente. Por fin les íbamos a poner cara a Rufo, Ferrín, Ceruelo o a Curiel, el de francés, el padre de Josechu, el del Bosco y de Enrique, que luchaba desde el PC en la clandestinidad. A Curiel padre, el catedrático de francés, lo conocíamos con el apodo “le petit homme de la grande tête”, en referencia a su estatura y dimensiones craneales.

Nuestro semblante desde la llegada al edificio del instituto era una mezcla entre pánico y respeto. Tal como nos señalaban profesores y conserjes, nos íbamos colocando en las mesas con sumo cuidado e intentando no molestar a nadie en aquellos pasillos, ahora dedicados a acoger a los examinandos.

Las pruebas eran todas escritas excepto la de idioma extranjero. Se estudiaba generalmente francés. Con Inglaterra la dictadura tenía el contencioso de Gibraltar y no se le regalaba nada. En plan lingüístico se potenciaba lo gabacho por encima de lo anglo.

Esa prueba de idioma era la más temida. En las escritas cada uno luchaba contra su cuartilla de papel, pero en la lectura del texto en francés había que dar la cara en vivo y en directo, no sólo ante todos los de tu cole, si no también a la vista de alumnos de otros centros alojados en el mismo espacio.

Cuando oías tu nombre te levantabas para acercarte a donde estaba sentado el profesor Curiel con su libro de lectura sobre la mesa, mientras el resto de los alumnos te seguía con la mirada como si fueras el reo de una ejecución pública. El catedrático esperaba ansioso la llegada de cada alumno al puesto de lectura y, en aquel ambiente angustioso que cortaba la respiración, sólo se escuchaba su voz interpelando, ahora aquí, después allí, de forma vehemente a los acongojados examinandos.

El primer contacto que sirvió de anticipo de lo que se nos venía encima, ocurrió ya a la llegada. Cuando estábamos acomodándonos en nuestros puestos para comenzar el suplicio académico revalidante Pocholo, un compañero del cole que había roto un brazo en días anteriores y lo llevaba enyesado, buscaba colocarse estratégicamente en un pupitre cerca de un colega para intentar llevar el trago de la prueba oral en compañía. Curiel, que estaba vigilando la operación, oteó que algo pasaba por allí, al fondo y, en aquel silencio, sólo alterado por el leve soniquete de las sillas al ubicarnos, dirigiendo su mirada hacia la zona donde estaba Pocholo con su brazo en cabestrillo, subiendo su voz en tono de irónico y señalando hacia él con el brazo en alto profirió: “eh, ti Napoleón, pasa para aquí meu rei”. Allí no se reía nadie, todo el mundo se agazapaba para evitar cualquier cruce de miradas con el examinador. Pocholo con su brazo en cabestrillo a imagen y semejanza del emperador francés, se acercó cabizbajo y procedió a sentarse en el sitio que el examinador le indicaba con el índice. Pero lo peor quedaba todavía por llegar, esto eran simplemente preliminares.

La lectura en francés era un verdadero suplicio. Había chavales que se presentaban a la convocatoria libre a ver si colaba, pero la experiencia dejaba claro que no había tragadera posible. Durante cada intervención, el profesor Curiel iba escuchando como distraído las articulaciones idiomáticas que proferían los examinandos y, en función de la habilidad para hacer las contracciones, la pronunciación, el acento etc., hacía consideraciones de dos tipos. Para los que se les veía que iban de corrido y sin grandes problemas con la lectura del texto, solamente dictaba sencillas consideraciones del tipo: “fait la liaison... etc.”. Ahora sí, cuando veía que el alumno venía a colar y no daba pie con bola, bien le dejaba tirar desbocado hacia adelante hasta que llegado un momento le soltaba algo así como: “meu rei, ti non vas a Francia, non che deixan pasar da fronteira”, o le iba incordiando cada vez que cometía un error: “beaucoup, si beaucoup..., dalle, dalle que non mira...”. A uno de los presentados, al finalizar la lectura le preguntó: “¿Meu rei, en que colexio estudaches?”. El chico asustado y con voz entrecortada profirió : “En la Milagrosa”. Cerrando el libro y asegurándose de que todos le escuchábamos soltó: “Pois para aprobar vas ter que facer un milagro de carallo. Que pasen os dos Salesianos”. Ahora nos tocaba lidiar a nosotros.

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