Hoy estamos inmersos en un mundo digital donde parece que el mundo analógico nunca existió. Así, nuestra generación representa los últimos estertores de aquel consumo electromecánico. Los nativos digitales de hoy, para referirse a nuestra inclusión en su sistema binario nos conceptualizan como colonos, emigrantes o simplemente analfabetos digitales. Por eso me apetece recordar con algunos ejemplos que nuestra transición por el discurrir analógico también tuvo sus compensaciones.

Al principio la portabilidad de los pickups, que era la denominación inglesa de los tocadiscos reproductores de vinilo, no era demasiado operativa. Muchos de estos combis venían encastrados en un mueble multifunción que incorporaba además, un receptor de radio a válvulas con onda media y larga. Eran aparatos pesados de cuidada apariencia y gran robustez. Mi tía Genita, en la Salgueira, tenía uno de estos ejemplares. Creo que fue el primero que vi. Incorporaba patas de madera y estaba instalado en un lugar protegido de las tropelías de los niños. Nosotros en casa sólo disponíamos de un pequeño y simple aparato radiofónico forrado en madera brillante de una marca blanca: “Ultra Radio”. Aún lo conservo. Creo que lo ensambló por encargo y a base de válvulas de vacío: triodos y pentodos “Manolo el de los radios”, un vecino que tenía un garito misterioso al lado de la almoneda de Pi y Margall, del que emanaban sonidos entrecortados procedentes de los procesos de sintonización de aquellas misteriosas cajas de marca blanca, capaces de reproducir música y voz.

A primera vista lo que llamaba la atención de los receptores más selectos de marcas corporativas como Telefunken etc., era una especie de ojo mágico dinámico de color verdoso que las radios de alta gama llevaban en su parte frontal. Un artilugio compuesto por una válvula termoiónica indicadora de ajuste fino que se estabilizaba y presentaba su mayor amplitud cuando la emisora estaba correctamente sintonizada. Era un mundo analógico que, al contrario del digital, permitía ligeras variaciones e inexactitudes sin que por ello, tanto la tele como la radio se dejaran de sintonizar y por lo tanto ver, oír o las dos acciones de forma simultánea, aunque la recepción tuviera lugar en situaciones críticas.

Las exigencias de hoy con los estándares de calidad de audio y video poco tienen que ver con las de nuestra niñez y juventud. A la emisión no se le hacían ascos porque la señal de la tele viniera un poco degradada con lluvia electrónica y bandas que corrían de arriba abajo o en los receptores radiofónicos, una serie de ruidos espurios asociados a la onda media. Estábamos acostumbrados a consumir así estos medios. La recepción analógica difícilmente era óptima, pero nos valía.

El receptor de radio generalmente ensamblado en madera se colocaba en el comedor, que era el centro del hogar y se le cuidaba con mimo y esmero. Fue, después de la luz eléctrica de las bombillas de wolframio o tungsteno, el primer aparato eléctrico que entró en nuestras casas. Se solía humanizar con elementos y accesorios orgánicos, como un pañito bordado que, colocado en su parte superior servía como soporte y protegía de rayaduras a lo que se le ponía encima a modo de adorno y que consistía bien, en un marco con una fotografía de la familia, de la primera comunión de los hijos o simplemente una figura decorativa. Estos elementos conferían humanidad y calor de hogar a este incipiente artilugio electromecánico compuesto por botoneras y potenciómetros, junto a la plasmación gráfica de una serie de escalas llenas de números correspondientes con las frecuencias en hertzios para ayudar a guiar la colocación del dial y así poder sintonizar las emisoras locales de AM (onda media) y de la LF (onda larga), que permitía recibir emisoras lejanas, aunque fuera con mucho ruido. La FM no había llegado. Para ganar cobertura en la onda larga se utilizaba una antena. La nuestra era una especie de muelle muy largo que se extendía por todo el techo del salón.

Las emisoras tenían un código de identificación que publicitaban junto a su nombre comercial y, aunque no sabíamos lo que significaba, lo conocíamos de memoria. Entre los diferentes bloques programáticos sonaba una locución que decía algo así como: Radio Vigo EAJ48. El código desglosado viene a ser algo así: la E hace referencia al país, la AJ, era la denominación de la telegrafía sin hilos y por último, la parte numérica que identificaba el orden de gestación de la emisora dentro del territorio nacional.

En nuestra radio la franja de tarde era la de las radionovelas. Su emisión paraba el barrio. A través de las ventanas y balcones se escuchaba el sonido de aquellas producciones dramáticas de tramas lacrimógenas que nuestras madres escuchaban y seguían. Quizá la de más éxito y que todos mis contemporáneos recordaran por su popularidad fue Ama Rosa. Eran producciones corales con un gran elenco y llenas de efectos sonoros ambientales que transportaban de forma fidedigna a las oyentes a las localizaciones y escenarios que emulaban. La audiencia era mayoritariamente femenina. Al principio de cada capítulo presentaban a los responsables de la radionovela. Aún recuerdo los nombres del dúo Guillermo Sautier Casaseca, el rey del serial radiofónico y Rafael Barón.

Aquellas emisoras poco tienen que ver con los estudios de radio de la actualidad. Todo el equipamiento era caro, pesado, electromecánico y su corazón: la válvula de vacío. Los aparatos se calentaban y era muy fácil saber lo que estaba funcionando y lo que no. A los equipos de estado sólido: transistores, les quedaba todavía un hervor para hacer su aparición y la informática no estaba ni en proyecto.

Recuerdo asistir en el año 66, casi con pantalón corto, a una sesión matinal de la emisora Radio Vigo que estaba ubicada en un primer piso de la calle del Príncipe, al lado de la Confitería Las Colonias y frente al Flamingo. El estudio tenía un mini escenario con un proscenio en arco y una platea con unas pocas filas de butacas, adaptado para la realización de programas con público en directo.

Ese día, era mi primera incursión en una emisora radiofónica y quedé impresionado. Comprendí cómo funcionaba aquello que salía por el aparato de radio de mi casa. Los locutores, creo recordar que entre ellos estaba Manolo Botana, guión en mano o en atril, no sólo se encargaban de conducir los diferentes bloques del programa, sino que también hacían la publicidad en directo manejando artefactos como platillos y otros elementos de percusión para generar efectos cuando daban una recomendación comercial. Todo era analógico y a tiempo real. Aquel día además tocaron en directo Los SN, un grupo yeyé formado por estudiantes de peritos. Cantaron una versión clavadita de “Un sorbito de champagne” de los Brincos que estaba recién salida del horno y de forma simultánea la grabaron en un magnetofón. Al acabar el programa, le dieron a play y, mágicamente sonó de nuevo la canción. Yo estaba allí. En aquel momento empecé a entender cómo se gestaba lo que sucedía dentro de aquella caja con botones que tenía en el salón de mi casa. Estoy seguro de que fue ahí, donde decidí que mi plan vital giraría en el futuro en torno a dos actividades: la música y la comunicación.