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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

El bicho cierra Portugalicia

Se va a negociar sin mucha esperanza en Bruselas la apertura de todos los pasos fronterizos entre Galicia y el norte de Portugal para restablecer la buena marcha del comercio entre esos dos territorios. Es tarea complicada, dado que el virus -un poco soviético y un mucho antiliberal- ha obligado a levantar barreras incluso entre las provincias de España. En todo caso, constata la existencia de una eurorregión que trasciende los Estados, como la que bien podríamos llamar Portugalicia o Portugaliza.

Es de esperar que, cuando el virus se bata en retirada y permita abrir las fronteras, una pacífica multitud de gallegos cruzará los puentes sobre el Miño para asaltar la fortaleza de Valença. Tan gloriosa invasión no pasará, por fortuna, a los anales de la historia bélica. Bien al contrario, y como es costumbre en la feria de los miércoles, la incursión de los galaicos se llevará a cabo con la complicidad de los comerciantes portugueses, probablemente felices por la ocasión de dar salida a los stocks de toallas, mantelerías y vinos de Oporto acumulados durante este período de crisis sanitaria.

Naturalmente, los portugueses tomarán justa represalia invadiendo Galicia cada fin de semana y en fechas señaladas como las del 25 de abril o el 10 de junio, días feriados en los que nuestros amables vecinos conmemoran la libertad y la independencia de su país. A esos incruentos combates hay que añadir aún las invasiones bisemanales que los gallegos lanzan sobre Valença y Vilanova; y las romerías que, en retribución, llegan desde Portugal todos los sábados a los templos comerciales de Galicia. Por no hablar ya, claro está, del habitual intercambio de tropas turísticas que cada verano se produce entre la playa de Samil y las del norte lusitano.

Gallegos y miñotos no paramos de invadirnos, como debe ser. No hay en ello espíritu alguno de conquista, desde luego; sino de mera amistad basada en la atracción que el lacón con grelos, el arroz de marisco, la langosta de A Guarda y el bacallau ao forno ejercen entre los dos pueblos enzarzados en singular contienda gastronómica.

Es fama que en la monumental feria de los sábados en Vilanova de Cerveira, ciudad devota del arte, se oye hablar mucho más gallego y castellano que portugués; lo que acaso dé idea de las riadas de compradores que acuden al lugar. Más allá de esa anécdota, ha llegado a ser habitual el paso de trabajadores a un lado de la raya y el de empresas al otro: tanto da en que dirección. Hace ya muchos años que las aduanas perdieron aquí su sentido, hasta que llegó el maldito bicho de la corona a ponerles candados de nuevo.

Bajo la común consigna: "Amiguiños, sí; pero a vaquiña polo que vale", los negociantes de las dos orillas del Miño habían logrado consolidar en pocos años una eurorregión pionera dentro de la UE por la que circulan con toda normalidad personas y mercancías. O así sucedía hasta ahora, cuando menos.

Ignorada en los mapas, pero muy vigente en la práctica, la república de Portugalicia es una eurorregión por la que se mueven fluidamente de una a otra banda del Miño las toallas, las empresas, el bacalao en hojas, los pasajeros que toman el avión en Oporto y los afamados gallos de Barcelos. Incluso llegaron a intercambiarse pacientes y médicos en tiempos no muy lejanos. Sería una verdadera lástima que esta unión por encima de las fronteras se viniese ahora abajo por culpa del coronavirus. Bicho malo donde los haya.

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