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El ojo de Dios

El rostro dulce de mi abuela materna y su pelo encanecido contrastaban con su vestir oscuro y el velo con el que se cubría para acudir a su rosario vespertino en la iglesia parroquial. Allí se reunía un reducido grupo de mujeres, todas ellas de avanzada edad. Dentro del templo tomaban posiciones, siempre en el mismo lugar y algunas, entre ellas mi abuela, en reclinatorio de su propiedad. Tal vez anidara en las profundidades de la conciencia de las mujeres rezadoras de entonces la vaga idea de que cada cuenta del rosario era como un diezmo entregado para asegurarse su cupo de eternidad celestial.

Durante los días que pasaba con mi abuela en el hermoso valle quirogués, ella me sumaba a su visita eclesial para rezar el rosario, y yo, niño entonces, dócil a sus deseos, la acompañaba, no por devoción sino porque a ella le complacía. Creo que ya de niño no entendía muy bien el sentido del rosario. Ese diálogo repetitivo y mecánico entre sacerdote y feligreses, la cadencia de su recitado, el, para mí, interminable recorrido por los misterios de la Pasión, se me hacía largo, cansino. Oía cercana la voz fatigada de mi abuela destacada sobre el murmullo coral de las demás parroquianas; nunca asistían hombres; tal vez por eso el rosario se me antojaba oficio de mujeres. Pero, durante aquel tedioso recogimiento, había algo que me distraía y me ayudaba a sobrellevar la larga espera por la letanía final.

En una zona abovedada del techo, inmediata al altar, lucía una pintura al fresco llamativa; se trataba de un ojo gigantesco, al que servía de marco un triángulo enorme. Era el ojo de Dios, un ojo vigilante y escrutador. Una y otra vez alzaba la mirada para encontrarme con aquella divinidad ciclópea, y una y otra vez me sentía mirado por aquella pupila que asomaba desde las alturas. No creo que en aquel tiempo, el niño que yo era me hubiese atrevido a entrar solo en la iglesia y encontrarme a solas observado por aquel ojo descomunal que clavaba su mirada como una saeta invisible y vertical. La verdad es que aquella no era la mirada de un padre amoroso, sino la de un vigía cuyo permanente escrutinio despertaba un inquietante y difuso sentimiento de culpa.

Pasados muchos años, ya adulto, en una visita a Quiroga, decido volver a la iglesia para reencontrarme con aquella mirada omnipresente, que tanto recelo y turbación me habían infundido de niño. Quería volver a contemplarla con ojos de adulto y evocar las tardes de rezos junto a mi abuela. Entro en el templo y voy avanzando por el pasillo central en dirección a la zona abovedada, junto al altar. Iba al reencuentro de aquella emoción infantil. De pronto, todo se desvaneció. La pintura había desaparecido; el techo estaba completamente encalado. Había algo de sacrílego en aquel borrón y techo nuevo. Debo confesar que me sentí contrariado. Me iba buscando a mí mismo, al niño que era entonces, a mi abuela, a los días de verano, y todo esto se disipó al contemplar aquel vacío inesperado. Es la mudanza de las cosas y los hombres, y el paso del tiempo que se lo lleva todo, como un río, como el viento. Es el tiempo implacable que todo lo borra y asola los paisajes y escenarios de la niñez. Siempre nos quedará la memoria, la capacidad de evocar. Nada seríamos sin memoria. La vida es al final memoria.

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