La semana pasada, en una reunión de sobremesa, salió a colación el tema de moda en relación con la Constitución española de 1978: la necesidad o no de su reforma.

Los argumentos utilizados en pro y en contra fueron de lo más diversos; desde la necesidad de una nueva legitimidad para que los jóvenes se sientan representados hasta los costes desbocados de una reforma constitucional inaceptables en tiempos de crisis. Lo que con más énfasis destacaría de aquel debate es que tanto los argumentos positivos como los negativos se hacían siempre desde un planteamiento del más puro constitucionalismo liberal que después de la Segunda Guerra Mundial ha quedado como un residuo ideológico que puede hacer perder el sentido de nuestra Constitución.

La Constitución española de 1978 tiene una especialísima peculiaridad: reincorpora la tradición constitucional española e introduce elementos técnicos de una riquísima y actual técnica jurídica. Aclaremos un poco esto.

Nuestra Constitución actual incorporó en su momento el contenido del concepto de constitución interna que había sido debatido a lo largo del siglo XIX y que estructuró la Constitución de la Restauración española. Un concepto que engloba la realidad de lo constituido (Organización Social, Derecho y Estado formalizados históricamente) frente a la posible creación y organización de lo constituyente (desde un sujeto político libre con capacidad de decisión sobre su forma política). Aun así no se olvida de incorporar y neutralizar esta segunda posibilidad, es decir, introduce un recurso técnico jurídico, directamente constitucional en la tradición española, que sólo permite la incorporación formal de un sujeto político o su exclusión, aplicándole, en este último caso, el otro derecho del Estado por excelencia: el penal.

La concreción constitucional de la Transición consolidó una Constitución moderna, técnicamente muy avanzada y que asumía todo el pasado de la realidad constituida de nuestro país. Buen reflejo de ello es el Título Preliminar (excepción única en los textos constitucionales vigentes) en el que se fija la organización del Estado, su forma y sus instituciones, con escasa referencia a principios constitucionales. Y si queremos acercarnos más, nos encontramos con un bloque de artículos (1, 2 y 9) que nos dan las claves de esa constitución interna a la que antes hacía referencia: Monarquía parlamentaria, unidad indisoluble e incorporación del ordenamiento jurídico histórico; o con lo que comportan los artículos 6 y 7, constitucionalizando los partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales como instituciones estatales; todo ello sin olvidarnos del artículo 8 que establece como garante de la Constitución a las Fuerzas Armadas cuyo "mando supremo" corresponde al Rey.

Los cuarenta años del sistema democrático que abrió la Constitución han sido un continuo reflejo de ese reconocimiento y sacralización de lo constituido. Una intensa participación institucional de los sujetos estatales de los artículo 6 y 7 en toda la organización social y económica.

¿Qué es lo que se ha modificado en estos últimos años? Un profundo conflicto y disfunción entre la estructura social y la estructura económica que ha hecho nacer nuevos movimientos sociales, que se han ido constituyendo en busca de una protección, se podría decir, de la propia supervivencia. Y para ello no ha habido respuesta.

Pero para esta falta de respuesta no sirve apelar a la obsolescencia programada de la Constitución sino llevar a cabo una profunda autocrítica de las instituciones en su relación con los sujetos políticos y organizaciones sociales. Sin embargo, en un entorno en el que la opinión pública (en el sentido anglosajón de la palabra) no existe, ésta es una tarea que suele dejarse de lado. Todo burócrata medio sabe que cuando la lluvia arrecia hay que abrir el paraguas. Y dado que vivimos en un país en el que, de acuerdo con la Constitución, sólo existe la administración y gestión pero no la política en el sentido clásico del término, las propuestas de reforma de la Constitución podría llevarnos, una vez más, a hacer constitucionalismo sin política.

Aunque el planteamiento del problema vaya contracorriente, la larga vida de la Constitución española es la prueba de una continuidad y permanencia en el tiempo con posibles cambios y mutaciones constitucionales. No se puede confundir ni enmascarar la crisis de las instituciones con la crisis de la Constitución y desearía que los partidos políticos trabajen la Constitución en todas sus connotaciones y sean capaces de encontrar procesos constitucionales con nuevas realidades. ¿Una utopía?

*Profesora titular de Derecho Constitucional de la UVigo