He de reconocer que el spot de VOX, en el que Santiago Abascal, alias Maximus, aparece acariciando espigas de trigo en un sugestivo paraje del norte de España mientras suena una de esas músicas épicas que tanto parecen estimular a los espartanos frustrados, y que lo mismo valen para Transformers que para el vestuario de Guardiola, me pareció una estrategia bastante lograda, al ubicar a los miembros del partido en un escenario, el monte, donde pueden pronunciar "sin complejos" sus proclamas. Para mejorar el video, quizás, solo cabría añadir a un grupo de personas siguiendo al caminante, quienes irían incorporándose en diferentes etapas a la senda del héroe nacional hasta llegar a su glorioso destino, curiosamente un precipicio. De ese modo no veríamos al líder con la camisa empapada, entre tanto caballo suelto, enfrentándose en soledad a la "derechita cobarde". Y el patriota redimido podría presumir, como demostró en Vistalegre III (La venganga), de su constatado poder de convocatoria.

Estas son, por supuesto, apreciaciones estilísticas que no tienen nada que ver con el contenido de la propaganda sino con la estética. Aunque esta última no es un asunto menor para estos movimientos ideológicos, localizados en el centro y en la periferia de la Península, que todo lo remedian ondeando banderas e inventando binomios. Ahí está la España "viva", en contraposición a una España "muerta", que, al igual que la Cataluña independentista y como consecuencia "antifascista", se atribuye el derecho de admisión. Cuál fue mi decepción, sin embargo, al comprobar que el eslogan del spot no era sino una copia de la frase que estaba utilizando aquí un Donald Trump que, cual Míster Marshall enloquecido pero influyente, quién lo iba decir, nos está dejando un mundo plagado de Bolsonaros y Salvinis que pretenden engrandecer a sus países no solo cerrando las puertas de sus territorios sino también las mentes de sus habitantes. Hasta que solo caben en ellas pancartas importadas de otro continente y traducidas del inglés. Lo cual, siendo nacionalistas, no deja de resultar irónico, pues, con todo el patrimonio histórico y la riqueza lingüística que tienen a su disposición, prefieren imitar al extranjero para reivindicar lo autóctono. Incluso el más castizo de los castizos, incapaz de resistir los efectos del imperialismo cultural, recurre a una conocida superproducción hollywoodiense para levantar a un pueblo que fantasearía con la idea de protagonizar un proyecto firmado por Ridley Scott sobre la recuperación de sus antiguas posesiones. Es que se comienza protestando legítimamente contra los excesos del bipartidismo, denunciando la corrupción y defendiendo la Constitución en las regiones donde ésta peligra, y se acaba queriendo abolir las autonosuyas. Algo comprensible desde el punto de vista electoral, porque el malestar de los ciudadanos, según el CIS, se comienza a manifestar en esas posiciones antisistema.

No faltan voces que, al abordar la fiebre populista internacional, justifican (y en ocasiones apoyan con entusiasmo) la irrupción de estos fenómenos reaccionarios que, desde Baviera hasta São Paulo, inundan la geografía mundial, alegando que "la gente" está cansada de contemplar cómo "las élites" están aniquilando a sus naciones. Como si la voluntad popular en tiempos de crisis sirviera de termómetro democrático ideal, cuando los ejemplos históricos que tenemos, Brexit incluido, indican que la cólera más desinformación suele producir monstruos. Inquieta, por tanto, esa satisfacción de curar al nacionalismo con más nacionalismo, proponiendo, de paso, la previsible receta mágica: frenar la "invasión migratoria". En el fondo son un reflejo, adaptado al contexto folclórico correspondiente, de esos poderosos y extravagantes primos lejanos. Sus antagonistas políticos interiores, en cambio, podrán sentirse aliviados, porque ya llegan los refuerzos a toque de corneta para abrir con ellos el candado del 78.