Parece que se registra desde hace algún tiempo una corriente de inversión del movimiento demográfico que implica el regreso de mucha gente a los pueblos y a las aldeas de los que un día salieron ellos o sus antepasados para instalarse en la ciudad. A falta de que con sus consabidos errores y obviedades lo expliquen con detalle los sociólogos, a mí me gusta pensar que ese viaje de retorno a los orígenes representa la necesidad del ser humano de reencontrarse con un ritmo de vida reposado y disfrutar, como lo hicieron hace muchos años los suyos, de un estilo de vida en el que el compás lento de las cosechas importa más que el ritmo trepidante del reloj, la sobremesa del almuerzo acaba a tiempo de servir la cena y la gente solo tiene prisa para cambiar de planes y perder el tiempo. Yo no tengo un pueblo al que volver, salvo que lo haga al inigualable Cambados de mis largas vacaciones estivales. En realidad nunca se esfumó de mi cabeza aquel tiempo manual y premioso, un tiempo de mucha luz y pocos coches en el que podías entretenerte en mirar cómo cruzaba la carretera una lenta manada de hierba escarchando como herpes el asfalto. A nadie le preocupaba mucho la actualidad, ni había quien se extrañase de que en el coche de línea se esperase para mañana la llegada del periódico de ayer con sus noticias caducadas, redactado con una fertilidad a destiempo, escrito con aquella tipografía abigarrada y algo confusa, con sus textos deformados por las dobleces marinadas por el viaje y los titulares deshiladas en raíces ortográficas, como patatas de siembra. Nada grave o importante estaba por ocurrir. En casi todas las casas salía con su olor hasta la calle el requesón de la lactancia y por fin todas las guerras ocurrían lejos. No había en el pueblo perros con collar, huérfanos con hambre, ni recuerdo que hubiese puertas cerradas. A veces en el lento anochecer del verano iba hasta la orilla del Umia y me sentaba en la hierba a escuchar cómo pasaba hacia el estuario del mar inminente aquel río limpio, seminal y alimenticio que se acurrucaba en los recovecos de Mar de Frades para que a mí me fuese fácil disfrutar bajo la luz de la luna el instante lento y neonatal en el que echaban a nadar desde el vientre del Umia, como una oleosa carambola de mica, los cachorros serosos, instintivos y ciegos del agua. No importaba que se hiciese tarde. No había entonces un solo peligro que por la noche no se hubiese puesto a salvo entre el maíz, en el cementerio o embozado en los pinares. A veces a punto de amanecer se detenía en el portal de casa una carreta tirada por dos caballos, tía Pepita se levantaba de la cama, me arreglaba masturbándome casi el pelo con el agua niquelada del lavabo y la acompañaba en aquel carruaje para atender un parto en cualquier aldea. Después en el cañonazo del parto nacía un bebé de cuatro o cinco quilos, tía Pepita recogía las herramientas de la obstetricia en su bolso de trabajo y regresábamos a casa en la misma carreta; ella, en el pescante, al lado del cochero; y yo, sentado de espaldas al viaje, con los pies colgando por popa y con los ojos bien abiertos porque creo que intuía que aquel mundo sería años más tarde un sitio mítico y venial al que difícilmente podría volver, una geografía emocional hacia la que se dirigen ahora en terapéutica procesión los hijos y los nietos de aquella gente de pueblo que solo se daba prisa para poner el reloj en hora por las campanadas lentas y volubles de una iglesia en cuyo pararrayos se posaba como caligrafía incandescente el filamento cereal de los relámpagos.

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