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¡Que vienen los rusos!

"¡Que vienen los rusos!", tituló el director Norman Jewison una divertida película de los años sesenta en los que se hacía el humor y no la guerra a propósito de la entonces latente pugna nuclear entre los Estados Unidos y la URSS (que en paz descanse). Aunque con cierto retraso, el título ha resultado premonitorio, hasta tal punto que ya se divisa en lontananza a los rusos con la chequera dispuesta para comprar la principal compañía petrolífera de España. La vida imita al cine, ya se sabe.

Naturalmente, estos no son los rusos contra los que Franco envió la División Azul, por más que su jefe Putin y buena parte de la nueva nomenclatura multimillonaria de aquel país proceda de los antiguos cuadros dirigentes de la Unión Soviética. Más bien que rojos, los actuales rusos tienen como divisa el color verde del dólar, que sustituye ventajosamente a la anacrónica y algo grosera estrategia de los tanques como método de conquista.

El presidente Zapatero, que fluctúa entre rojo y verde sin dejar de ser capitalista, dio en principio sus parabienes a la toma de Repsol por los rusos; pero no todos han reaccionado tan pacíficamente. Los conservadores se han puesto como una hidra, lo que no deja de resultar lógico, pero incluso en el propio partido de Zapatero se oyen voces tan autorizadas como la de Felipe González que llaman directamente a impedir la operación.

Difícil empeño este último si se tiene en cuenta que vivimos en un mundo de economía porosa e interdependiente donde resulta imposible ponerle puertas al campo. Que se lo pregunten, si no, a los chinos: otros antiguos rojos que vienen demostrando una extraordinaria capacidad de adaptación a las reglas del capitalismo más selvático.

El peligro en el caso particular que nos ocupa reside, al parecer, en que los futuros nuevos dueños de la primera empresa energética de España son empresarios próximos al primer ministro ruso Vladimir Putin. Y hasta se afirma que algunos de ellos desempeñaron cargos en el antiguo régimen soviético (como el propio Putin, dicho sea de paso). Si tal ocurriese, la situación ya sería algo más inquietante.

No se trata tan sólo de que Putin tenga nombre de vampiro, como aquel Vlad el Empalador que inspiró a Bram Stoker la leyenda de Drácula. Lo perturbador del asunto es que parece un actor directamente sacado de las viejas películas de la Guerra Fría, en las que personajes como el que representa el premier ruso hacían de maravilla el papel de siniestros agentes del KGB. Algo totalmente lógico una vez sabido que Putin no sólo tiene pinta de antiguo espía soviético, sino que de hecho lo fue en tiempos de la batalla no declarada entre el imperio de la hamburguesa y el de los planes quinquenales.

Aquella guerra de las galaxias la ganó sin necesidad de desenfundar un solo misil el vaquero Ronald Reagan, pero desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes. Tanta como para que el oxidado imperio ruso comience ahora a resucitar de sus cenizas a golpe de petródolar y a día de hoy tenga la llave del suministro de gas a la mismísima Unión Europea, primera potencia comercial del mundo.

Dadas esas circunstancias, la nueva Rusia está para lanzar cohetes como los que efectivamente dispara de vez en cuando Putin por si alguien no se hubiese enterado aún de que los rusos también tienen un par de misiles con los que apoyar sus apuestas en el casino de la política internacional.

Aunque eso es lo de menos. En la incruenta guerra de los mercados -la que verdaderamente importa hoy-, Rusia dispone de enormes reservas de capital que tanto le valen para comprar un club de fútbol de la Premier League como una petrolera española.

Cuarenta años después, aquel "¡Que vienen los rusos!" de Norman Jewison ha dejado de ser el título de una película para convertirse en toda una profecía. A ver si de paso tienen el detalle de traernos vodka.

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