Casi nadie conoce en España a los ministros que gobiernan el país, según acaba de constatar el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) comisionado por el propio Gobierno para averiguar esta clase de amenidades. Tan sólo seis de los dieciséis miembros del gabinete tienen un nombre reconocible para más de la mitad de la población encuestada, de lo que tal vez se deduzca que además de servicios secretos el Estado puede disponer también de gobiernos ignotos.

No es mala noticia, en cualquier caso. Lo raro e incluso alarmante sería que la ministra de Educación, a la que apenas conocen familiares y amigos, tuviese el mismo grado de notoriedad que Belén Esteban, Rociíto Carrasco, Ana Obregón o Bustamante, por citar algunos símbolos de la moderna cultura popular.

Al contrario de lo que sucede con las gentes de la tele, los gobernantes precisan de un cierto grado de discreción para mejor desarrollar su cometido; y cuanto menos se dejen ver los ministros, menos se notará que meten la pata. Ahí está el caso del titular de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, que pese a ser uno de los más conocidos miembros del Gobierno -o precisamente por eso- es también uno de los que peor opinión suscitan entre los ciudadanos.

A menudo se pone el ejemplo de Suiza como demostración de que el mejor político es el que menos se hace notar. Si el CIS preguntase por el nombre del presidente de la Confederación Helvética, lo más probable es que el número de acertantes apenas habría de superar el 1 por ciento, y esto siendo muy optimistas.

Es natural. No hay razón alguna para saber quién es el Jefe de Estado suizo, y acaso ese desconocimiento explique el sosegado discurrir de la vida en un riquísimo país que no conoció una sola guerra en el atribulado siglo XX. Una nación de cantones tan estrictamente neutral que ni siquiera pertenecía a la ONU hasta hace pocos años, y con la suficiente tradición humanitaria como para que su bandera haya servido de inspiración a la de la Cruz Roja Internacional.

Obsérvese, por contraste, lo que ocurre con algunos de los más conocidos dirigentes del mundo. Por remota que sea la ubicación de Irak en el mapa, pocos ignorarán quién es Sadam Husein, y otro tanto ocurre con el cubano Fidel Castro, aun a pesar de que gobierne sobre una pequeña isla de poco más de diez millones de habitantes.

Otros gobernantes son obligatoriamente conocidos -lo quieran o no- en función del poderío de los países que comandan. Cualquier presidente de los Estados Unidos, un suponer, tiene garantizada sin más una popularidad de alcance universal por mediocre que sea su perfil de estadista. Son gajes y ventajas del oficio de emperador.

Más o menos es lo que ocurría hace más de dos milenios con los emperadores de Roma. Véase el caso de Claudio -tan bien novelado por Robert Graves-, que a pesar de ser tartamudo, amnésico y más bien apocado de carácter, acabó por pasar a la Historia como uno de los mejores gestores económicos y militares del Imperio. (Cierto es que el caso de Claudio resulta excepcional, y la Historia tiende a repetirse miles de años después en forma de tragicomedia).

Como quiera que sea, los gobernantes más populares no son necesariamente los más apreciados por el público en general y por los sometidos a su tutela en particular. Quizá sea porque todos ellos deben su notoriedad a grandes conflictos bélicos y no a la creación en sus países de un ambiente pastoral como el que, según es fama, disfrutan los afortunados vecinos de Suiza. Feliz confederación gobernada por gentes anónimas.

España no es Suiza, desde luego; pero en algo se le va asemejando a juzgar por el bajísimo grado de conocimiento de sus gobernantes que revelan las encuestas. Ahora ya sólo falta igualarse en todo lo demás.

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