Más de sesenta bodegas competirán mañana en Cambados por el título de mejor vino albariño, lo que es tanto como decir mejor vino (blanco) del mundo. Bien se ve que se trata de una de las pocas competiciones realmente serias que puedan disputarse.

De beber sólo vino del país, Galicia ha pasado a convertirse de un tiempo a esta parte en un requintado país del vino. El general De Gaulle solía preguntarse retóricamente cómo es posible gobernar una nación -Francia- en la que se producen más de cuatrocientas variedades de queso. El enigma resulta aun más indescifrable en Galicia, donde las marcas de vino empiezan a ser ya innúmeras, y una sola de ellas -el albariño- cuenta con más de medio centenar de marcas dispuestas a competir por el trofeo anual de esta variedad.

Lejos de suscitar la bronca, como sucede en otros países de mal vino y peor carácter, los caldos gallegos han contribuido a modelar una pacífica sociedad de bebedores. No podía ocurrir de otro modo en un lugar como Galicia, donde el vino no es peleón, sino de raíz aristocrática y hermosos títulos de bautizo.

Aun antes de beberlos, ya resulta pura poesía paladear el nombre del albariño o el del delicioso Amandi que se cría en las amenas laderas de la Ribera Sagrada del Miño. El mismísimo poeta chino Li-Po, acaso el más grande vate del vino, habría de conmoverse sin duda ante la sonoridad de las uvas que sirven de madre a los caldos gallegos: la treixadura, la moza fresca, la caíño, la torrontés...

Un país amante del vino -incluso con una pizca de exceso, tal que ocurre en Galicia- difícilmente caerá nunca en guerras fratricidas. El vino exige cultivo y, por tanto, cultura. Ingerido en módicas dosis exalta el instinto genético, fomenta la sociabilidad de las gentes y hasta anima a la práctica (cada vez más olvidada) del canto. Y a esas virtudes añade ahora, como muchos ya sospechaban, otras de orden médico que favorecerían imparcialmente la circulación de la sangre y desahogarían el corazón.

La pasión por el vino ha hecho de este viejo reino uno de los países más afables de la Península.

Parece natural, por tanto, que la extendida afición a los productos de la vendimia haya dado origen en Galicia a numerosas fraternidades unidas -por encima de la política y otras fruslerías- en el esencial culto al vino. Ahí está, por ejemplo, la Irmandade dos Vinhos Galegos, que dirige con inspirada batuta José Posada, ingenioso creador y exportador de delicatessen tales como el "marron glacée" hecho de castañas del país. O el Serenísimo Capítulo del Albariño, que mañana reunirá en Cambados a algunas de las mejores narices y paladares del mundo para honrar al oro líquido traído a Galicia por los frailes desde las riberas alemanas del Rhin.

Lo cierto es que el fervor vinícola de los gallegos se ha refinado extraordinariamente durante los últimos años. De meros "gourmands" -bebedores sin medida- han pasado a ser "gourmets" que disfrutan los matices de un vino y ya no se conforman con los caldos a granel que antiguamente servían los bares. Ahora se exige marca y se vigila la evolución de cada una de ellas año tras año.

En respuesta a esas exigencias, las bodegas no han parado de mejorar, hasta el punto de que varios de los blancos de Galicia adornan ya sus etiquetas con premios obtenidos en Burdeos y otros templos mundiales de la devoción a Baco. Muchos de ellos se exportan de modo habitual a Estados Unidos, y ni siquiera el considerable precio que alcanzan ha sido un obstáculo para su constante crecimiento.

Pueblo pagano a fin de cuentas, el gallego parece haberse desentendido de los grandes dogmas políticos y religiosos que tanta sangre han hecho correr en la historia de la Humanidad. Lo que aquí corre en abundancia es el vino: el néctar que los dioses reservan a quienes sepan apreciarlo. Lamentablemente, Bin Laden es abstemio.

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