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Volver a Bergerac

Estatua de homenaje a Cyrano de Bergerac. Spichou/Commons

Hoy, ya que es domingo, sean indulgentes y permitan a sus corazones un poco de nostalgia. Para que no se pongan tristes, centrémonos solo en mi propia melancolía. Visitemos el verano de 2017, año en el que una servidora apenas era conocida como escritora en España, y ya ni les cuento en el extranjero. Gracias a un golpe de suerte, había vendido los derechos de mi primera novela a Actes Sud, una de las editoriales más potentes de Francia. De paso que —por motivos personales— viajaba con una amiga franco parlante por el país, le ofrecí a la editorial realizar un par de presentaciones literarias por las ciudades que encajasen en mi itinerario. Les pareció una gran idea, que es lo que nos suelen parecer las ocurrencias ajenas cuando nos salen gratis. Mi amiga —la traductora improvisada— y yo estábamos preparadas para salir de la experiencia con la dignidad y el orgullo intacto, a pesar de nuestras oscuras previsiones de asistencia de lectores. Lo solucionaríamos con un deportivo brindis al gremio al que yo misma pertenecía, que era el de todos los perdedores del mundo.

Llegamos a un pueblecito llamado Bergerac, y vimos un tumulto de gente mirando hacia el interior de un local acristalado, que no era otro que la librería donde yo debía presentar aquella tarde. Nos asomamos como pudimos. ¿Qué famoso estaría allí dentro? Pues no se lo van a creer, pero no había nadie. Solo la librera y sus ayudantes, organizando libros. Mi amiga preguntó a uno de los curiosos:

—Pero, ¿qué miran?

—¿Qué va a ser? ¡A ver si llega la escritora española!

Alcé las cejas, asombrada. Allí había niños, ancianos, amigos treintañeros, todos los sectores imaginables del potencial mercado de lectores. Fue una tarde gloriosa y entrañable, como las otras que firmé en Francia.

Sin embargo —regresando al presente—, cuando mis libros ya estaban razonablemente asentados, he presentado en España —y me he recorrido todo el mapa, se lo aseguro— y he tenido desde solo cinco o seis lectores hasta un anfiteatro completamente lleno. La asistencia a los eventos era marcadamente distinta según la zona geográfica, y puedo garantizarles que el libro era el mismo. Con el tiempo y tras muchos viajes comprendí que todo se reducía al hábito, a la costumbre. A veces acudía a lugares donde vendía muchos libros, pero nadie venía a hablar de ellos, a compartir la lectura. ¿Tienen ustedes incorporada la cultura a sus hábitos, o creen que las ocupaciones intelectuales solo deben dejarse para el tiempo que nos sobra? ¿Encienden la tele nada más llegar a casa o ponen música y leen? ¿Van al teatro, al cine, asisten a conciertos? ¿Llevan un libro en el bolso, o en la cazadora, para ese rato perdido en el autobús o en la espera de la charcutería?

En septiembre de 2021 se constituyó en España una comisión interministerial para desarrollar el Estatuto del Artista, que incluirá medidas para sectores literarios, audiovisuales y escénicos, entre otros. Está siendo trazado con política cultural comparada, según normas y costumbres de —sobre todo— Italia, Francia y Portugal. ¿Lograremos que la cultura forme parte indispensable del llamado Estado de Bienestar? ¿Habrá programas culturales en TV de más de 30 minutos y en un horario aceptable, como el exitosísimo programa literario La grande librairie, en Francia? ¿Tendremos por fin los escritores epígrafe propio en el IAE, o seguiremos siendo “ceramistas”? ¿Podremos contabilizar los desembolsos de nuestros viajes e investigaciones literarias, o seguiremos —por puro pánico— sin aplicar ningún gasto de ese tipo a nuestra renta?

El otro día estuve en un evento, Blacklladolid, y por su gestión —de mano de escritores— y difusión, tuve por un instante la sensación de haber vuelto a Bergerac. Allí, en Valladolid, de pronto parecía que merecía la pena escuchar a los demás y que cada persona, cada pensamiento e intención, eran relevantes. Cada línea escrita y cada sueño. Que florezcan este tipo de encuentros nos ofrece un poco de esperanza. Las instituciones nos deben un Estatuto del Artista, pero nosotros mismos nos debemos un rato para mirarnos y reconocernos, para recuperar ese hábito por la cultura y para viajar a la melancolía de quienes habíamos soñado ser cuando éramos niños. 

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