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El thriller gallego de Susana Fortes

La escritora adelanta en exclusiva el primer capítulo de su novela “Nada que perder”, a la venta el 7 de septiembre. Relata la desaparición trágica de dos niños en los 80 y la investigación 25 años después de un periodista de FARO

La escritora pontevedresa Susana Fortes. Greg A. Sebastián

La trágica desaparición de dos niños en los años ochenta en un pueblo ficticio del Baixo Miño centra el relato de Nada que perder, el thriller de Susana Fortes ambientado en la Galicia rural que saldrá a la venta el próximo miércoles 7 de septiembre y del que la autora pontevedresa nos regala en exclusiva como adelanto para los lectores de FARO DE VIGO su primer capítulo.

El relato comienza narrando la desaparición de una niña, Blanca, que es encontrada a las pocas horas herida, desmemoriada y enmudecida , y dos niños, los hermanos Hugo y Nico, cuyos restos óseos aparecen 25 años después en un yacimiento arqueológico del monte Santa Trega. El hallazgo inicia la investigación periodística de Lois Lobo, corresponsal de FARO DE VIGO, quien se pone en contacto con Blanca, residente en Copenhague y ajena a la inesperada noticia, para que colabore en el reportaje que está preparando sobre el tema. 

La protagonista vuelve al escenario de los hechos y con la ayuda de su memoria, que va destapando recuerdos olvidados, del redactor y de testimonios y confesiones inesperadas va saliendo a la luz la verdad del caso conocido como “los niños de Trasaguas”. Pese al pacto de silencio de los cerrados habitantes de la aldea y antes de que se reabra el caso y se publique el reportaje, la protagonista descubrirá quién la salvó y quién pudo acabar con la vida de los dos pequeños.

La novela recorre con una lúcida primera persona el paisaje atlántico del imponente estuario del Miño, las relaciones entre padres e hijos, los años ochenta, el comienzo del narcotráfico en Galicia, los secretos familiares y los fantasmas del pasado.

Nada que perder (Planeta) es un thriller impactante que va penetrando en el ánimo del lector gracias a la maestría de Susana Fortes, una autora de gran trayectoria literaria ampliamente reconocida por la crítica y los lectores. El título remite a un poema de Elizabeth Bishop. “Porque todos empezamos a perder cosas desde muy pronto. Perdemos cosas, perdemos personas a las que queremos, perdemos las llaves de casa, las gafas la inocencia, perdemos el Norte... De eso trata en el fondo la novela. De eso y de cómo nos las apañamos para seguir adelante”.

Primer capítulo

"Fue el verano en el que todo sucedió..."

Según el expediente de la Guardia Costera, la tarde del sábado 12 de agosto de 1979, festividad del Castro, tres niños, de entre ocho y doce años, Nicolás y Hugo Cadavid Freire, hermanos y vecinos de la localidad de As Covas, y María Blanca Suances Díaz, que pasaba las vacaciones con sus abuelos, fueron vistos jugando en los alrededores de la ribera por numerosos testigos. Era una tarde despejada y festiva. Sobre las 15:30 salieron del cobertizo donde guardaban las bicicletas y saludaron a la señora Amelia Cortizo, mariscadora, que estaba apilando unos capazos de esparto en la parte trasera de su casa. Ella recuerda que les dijo que fueran por la sombra si no querían coger una insolación, porque el sol caía a plomo. Sobre las 16:15 el señor Andrés de Lourido los vio saltar la cerca que daba a su huerto de nísperos y los amenazó.

—¡Si cojo una vara…! —No le gustaba que los chiquillos rondaran por sus propiedades.

Dos vecinos que estaban reparando la junta de un carro de bueyes confirmaron haberlos visto pasar por delante de la arboleda hacia los bajíos alrededor de las cinco de la tarde. Según su testimonio, los dos chicos iban delante corriendo sudorosos y la niña, con cola de caballo y un peto vaquero, iba detrás pidiendo a gritos que la esperasen.

A las siete, cuando sonó el primer cohete que marcaba el inicio de la romería y la gente comenzaba ya a agruparse para subir en procesión a la ermita, ninguno de los niños había regresado todavía. Los abuelos de Blanca Suances fueron los primeros en dar la voz de alarma. Aunque aún no había oscurecido, estaban preocupados porque su nieta no conocía la zona y temían que se hubiera perdido. Los padres de los chicos no se mostraron demasiado inquietos al principio porque al parecer sus hijos en verano desaparecían a menudo y no les veían el pelo hasta la hora de cenar. Pero cuando faltaban diez minutos para las nueve, la madre salió a la puerta de su casa y empezó a llamarlos a voces. Media hora después, cuando comenzaba a oscurecer, unos y otros empezaron a considerar seriamente la posibilidad de que a los niños les hubiese pasado algo. Fue Manuel Cadavid, el padre de los chicos, quien cogió el teléfono y llamó al puesto de la Guardia Civil.

La búsqueda se inició alrededor de la arboleda, la zona en que habían sido vistos por última vez. La madre temía que sus hijos se hubieran escapado para evitar una reprimenda por haber estropeado el motor del tractor mientras lo manipulaban sin permiso; sin embargo, en el registro del domicilio no se observó ningún indicio de que se hubieran marchado voluntariamente. No faltaba ropa ni objetos personales, y las huchas donde guardaban todos sus ahorros, 75 y 127 pesetas respectivamente, estaban intactas.

Se organizaron batidas. Numerosos vecinos regresaron de la romería para rastrear los ribazos. A las 23:20 apareció la ropa de los niños bien doblada junto a un muro y una cantimplora con correa de cuero, pero no la mochila que llevaba el pequeño según todos los testigos.

A las 07:20 de la mañana del domingo, un agente con linterna del Servicio de Vigilancia Aduanera del país vecino encontró a Blanca Suances en una zona de zarzas y maleza cercana a la localidad portuguesa de Caminha. Estaba metida en un capazo de mimbre, como Moisés salvado de las aguas, llevaba sólo un bañador y una cadena de oro con la medalla de la Virgen del Carmen, patrona de los pueblos del mar. Tenía las uñas despellejadas, las piernas cubiertas de zarpazos y una herida con sangre coagulada en la ceja izquierda. No respondía a estímulos, pero estaba viva. Fue trasladada de inmediato al hospital General de Vigo en una ambulancia. El informe médico de ingreso detallaba además que la niña llevaba la frente tiznada con una marca de barro o ceniza en forma de «y» invertida, aunque bien podría ser una mancha resultado casual del trasiego del cuerpo al ser arrastrado por la corriente. También determinaba que la niña no había sido objeto de abuso sexual.

A partir de ese momento se reforzó el dispositivo de búsqueda de los otros dos niños a ambos lados del río con varios equipos especializados de buzos y perros adiestrados en rescate. Grupos de voluntarios peinaron la ribera y los campos próximos, exploraron pozos, sumideros, cuevas, arenales, sin encontrar rastro. Un grupo de submarinistas de la Escuela Naval se sumergió en las aguas profundas del océano a varios kilómetros de la desembocadura sin resultado alguno.

Once meses después unos obreros que trabajaban en el asfaltado de una pista forestal que atravesaba un bosque de eucaliptos encontraron la mochila de Scooby-Doo. La madre de los niños, Rosalía Freire, la identificó como perteneciente a su hijo pequeño y esas fueron sus últimas palabras, porque a partir de ese instante la mujer se encerró con tranca dentro de sí misma y perdió por completo la facultad de articular sonidos.

A pesar de la intensa campaña de movilización llevada a cabo por las familias, la Policía y los medios de comunicación, nunca encontraron los cuerpos de los hermanos Nicolás y Hugo Cadavid Freire.

Sus nombres se unieron a una larga lista de niños perdidos en la ribera. Darío Otero en 1959, Lucas González Vilas en 1962, María Luisa Núñez en 1968, Xurxo Doade y Ernesto Barcia en 1973, María de los Ángeles Malvar en septiembre de 1974, Jorge Touriño y Blas Andrade en 1976, Rocío Aller en 1977. Todos menores de quince años. Ninguno de ellos consiguió llegar al otro lado de la frontera donde los esperaba el mundo adulto y complicado. Se quedaron para siempre en un verano roto.

Los llamaron “los niños de Trasaugas”. 

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