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Metafísica del aperitivo (2), con perdón

El aperitivo es la oración del mediodía de los españoles. | // FARO

Se está a gusto apostado en este rincón de la cafetería donde tomo el aperitivo con más pretensión de ver que de ser visto, de callar que de meterme en jolgorios tertulianos. Levanto el dedo índice para avisar al camarero y le pido otro verdejo. Unamuno, que hizo tertulia literaria a un tiro de dados de mi mesa, seguro que tomaba café con leche pero ya no puedo decir qué consumían Torrente Ballester, Vargas Llosa, Umbral, Martín Gaite, Juan Marsé... que también tuvieron como altares estas mesas y al local como sede apostólica de sus prédicas literarias. La relación de los escritores con las copas ha sido, más que pródiga, prodigiosa. Bukovski, Sagan, Duras, Verlaine, los aguardientes de Rimbaud, los coñacs con absenta de Tolouse-Lautrec, los mojitos de Hemingway, los armañacs de Apollinaire... Lo cuenta en un libro Stéphan Levy-Kuntz y uno se pregunta si será el alcohol o las drogas el maná de la creatividad. El ambiente está cargado de memoria en este Novelty salmantino de aire palaciego en que me siento y en el que hasta se le hizo banquete a Alfonso XIII, pero yo me conformo con un verdejo y unas aceitunas, eso sí, Gordal.

Mojo mis labios con el primer trago de vino y doy libertad a mis papilas gustativas. Giro levemente la cabeza y veo lo que parece un escritor en proceso creativo con aires añejos: escribe a mano ante una copa de brandy. Algo pintoresco en este mundo apantallado en que los coñacs se desterraron por los gintonics. Miro al frente desde mi privilegiado puesto de observación y veo pasar por la calle un eclesiástico con sotana cargada de valores milenarios. Me acuerdo de aquellos del franquismo y besamanos que tanto poder tuvieron y ahora son los últimos resistentes de Dios en una sociedad que ha cambiado la fe en el más allá por las redes de Internet, las visitas al Santísimo por los paseos por los grandes almacenes y la verdad divina por la oratoria facilona de los influencers. Hoy ser cura es formar parte de un ejército de héroes que, de seguir así, van a lograr la beatificación.

A ocho grados a mi izquierda, una pareja discute acaloradamente, por fortuna sin levantar la voz, hasta que ella se levanta, vuelca sobre él su manzanilla La Gitana y camina apresurada hacia la puerta. Engullo una aceituna, me estallan sabores ácidos y dulces en la boca y recuerdo que a mí me hizo eso una novia pero con salsa boloñesa , o sea a la italiana, poco antes de su boda. Sigo sin saber porqué ni ya me interesa. Al fondo, tras el ventanal se levanta un edificio y ni me imagino la vida de interiores que se está desarrollando tras esas ventanas, que escruto una a una por ver si aparece alguien en ellas.

No sé quien dijo que el aperitivo es la oración de la tarde de los franceses pero es la del mediodía de los españoles. Veo pasar un militar, y me viene Ucrania a la cabeza y los estragos del nacionalismo, que nunca ha beneficiado ni a la misma nación que defienden. La estupidez es amnésica y siempre hay botarates votados por iguales que llegan al poder sin acordarse del pasado. Mira a Trump, a Bolsonaro, a Putin. Pido otro verdejo y, mientras me lo sirven, llega un grupo de adolescentes cantarines. ¿Qué pueden pensar de un tipo como yo, que ya he vivido cuatro vidas más de las que ellos tienen? ¿Quizás me asocian con una especie en extinción, un hombre primitivo que aún lee libros y compra periódicos de papel? ¿Supondrán que pertenezco a un mundo emocional ajeno a ellos, esa nueva especie animal internáutica? Con razón nos miran con cara de estupor: su distancia a la nuestra es infinitamente mayor que la que nosotros tuvimos con nuestros abuelos. Esa cara de perplejidad con la que me mira mi nieta a veces ¿por qué será? Bebo otro sorbo de verdejo. 

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