Faro de Vigo

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GALICIALA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (XXVII)

Rosalía de Castro, Simone Weil y la Vía Láctea

Monumento a Rosalía en la casa-museo dedicada a ella. Alfonso Armada

“Cómo chove miudiño,

cómo miudiño chove;

cómo chove miudiño

pola banda de Laiño,

pola banda de Lestrove.

(…)

I a Padrón, ponliña verde,

fada branca ó pe dun río,

froita en frol da que eu quixerde,

lonxe miro que se perde

baixo un manto de resío”.


Cuando comencé a soñar este viaje había algunas etapas bien trazadas en el mapa del deseo, y la de Padrón y la casa-museo de Rosalía de Castro era una de ellas. Mi idea era, en cierto sentido, repetir la estrategia que había seguido en Mondoñedo con Cunqueiro. ¿Quién lee hoy a Rosalía?

Fue llegar a Padrón y besar a la santa: ¿No anunciaban el hotel Rosalía al pie de una estación de ferrocarril que parecía tanto o más clausurada que las de O Carballiño o Ribadavia?

No tenía reserva, pero sí un cuarto abuhardillado. Le pregunté al chaval que tan amablemente me acogió nada más desembarcar en Padrón, Martín, el recepcionista, qué pensaba de Rosalía. De corrido, y cantarino, recitó:

—Como chove, miudiño, como miudiño chove, pola banda de Laíño, pola banda de Lestrove.

Y todavía añadió: “Rosalía es todo”. Y no sólo porque trabaja en un hotel que lleva su nombre.

La casa-museo no abre hasta las cuatro de la tarde. Ricardo me espera, desconfiado, en la otra orilla del primer puente. Lleva una bolsa de plástico. Viene de sus tierras, dice, de recoger pesejos (pérsicos). Dice que está perdiendo la fruta por culpa de la Volutina.

—¿Sabe o que é?

—Sí.

—A vispa asiática.

De lejos parece un gitano. De cerca, al escucharle, todavía más. ¿Será por eso que enseguida saca su vena racista?

—Eu non son racista, pero os xitanos viven do conto.

Tampoco es nacionalista, pero…

—O cocido madrileño nin é cocido nin é nada. Cando comes cocido galego xa non tes necesidade de xantar nunha semana…

—E Rosalía…?

—Rosalía é o símbolo de Galicia.

Paseo por el Espolón, donde hay peregrinos comiendo, sentados en los bancos bajo los plátanos y en el pretil del río. Hay un grupo que llama mi atención. Salvo Luna (y los dos más viejos del grupo, que la estudiaron en el colegio), prácticamente ninguno de ellos sabe nada ni siquiera conocían de nombre a Rosalía de Castro. En contraste con otros peregrinos con los que entablé conversación, este grupo hace el camino por hondas convicciones. Y la figura de Dios, que estuvo presente de manera guadianesca desde el inicio del viaje, irrumpe de nuevo y me hará llorar antes de que acabe el día.

Nacida en Málaga hace 34 años, Luna González lleva un piercing en la boca y no dejo de reparar en él mientras, sentados en el mismo banco de piedra, hablamos. Dice nada más comenzar que “Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán son las mejores escritoras de Galicia, y puede que de España. Son dos cracks”. De Pardo Bazán dice que era feminista, pero tenía relaciones amorosas con Galdós, “que era de derechas. Tenían unas relaciones tórridas y se escribían unas cosas increíbles”. Está haciendo el Camino “por buenas razones”, aunque se proclama “atea”. Está en Padrón “por Rosalía”.

Nacida hace 58 años en Jerez de la Frontera, Mimi dice que es la abuela del grupo, al que se agregó. En cuanto arranque a hablar no habrá forma de parar su flujo de conciencia, su incontenible necesidad de compartir un tremendo sufrimiento. Se ha sumado al grupo porque se ha sentido acogida, no juzgada. Será la conversación más dolorosa y en varios momentos las lágrimas se asomarán a sus ojos. Al final, cuando llega la pregunta sobre Rosalía, que le planteo ante la mirada absorta, atenta, conmovida, de sus nuevos compañeros de viaje, dice:

—A mí sí me contaron quién eran Rosalía de Castro. Como vivo en A Coruña sé muy bien quién fue. Pero la poesía nunca me acabó de entrar. Sin embargo, no puedo dejar de llorar cada vez que escucho a Luz Casal cantar Negra sombra.

Oriol Carbonell (“con dos eles, como el aceite”) nació en Basilea, pero vive en Barcelona, donde trabaja en una empresa multinacional como director de recursos humanos. Tiene 47 años y mucho que contar. Confiesa: “Formo parte de una generación en Cataluña que en el posfranquismo recibía una formación más sesgada en todo lo que tenía que ver con la literatura y con la historia. Había oído hablar de Rosalía, pero no he leído nada de ella”. Del Camino, dice: “Yo soy católico practicante. Estoy descubriendo que el jefe lo quería así, que hiciese el camino solo. El segundo día descubrí que el que quería que hiciera el camino solo era Dios. Es un viaje completamente distinto cuando lo haces solo. Tienes mucho tiempo para pensar, para revisar toda tu vida. Y he repasado mis 19 años de matrimonio. He sido mejor padre que esposo”.

Luna, Mimi y Oriol no pertenecían al Grupo de Padrón cuando iniciaron el camino, pero acabaron adhiriéndose, y esta tarde de agosto parecen formar parte de él.

Con la boca seca y otras necesidades orgánicas, entré en un bar. A la puerta hay cuatro jóvenes hablando. Xaquín, el camarero, entra detrás de mí. En cuanto me sirve una garrafinha de agua con gas le pregunto a bocajarro:

—¿Qué es Rosalía para ti?

Me responde como si tuviera la respuesta aprendida, pero con una sonrisa dulce en la boca:

—Rosalía es Galicia. Rosalía es la representante de todo el país, de las mujeres y de la poesía. Rosalía é Galicia e a lingua galega, e é a muller galega.

De camino a la casa-museo, en la otra punta de Padrón, antes del río, del cementerio, y de las vías del camino de hierro, entro en el jardín botánico que, según Ricardo, “es el mejor de Galicia”. En él descubriré una hermosísima “sequoia de Rosalía”, inabarcable en el tronco y en el cielo. No acierto a ver el final de su copa, y me da por pensar que fue plantada en su época. En un banco, con bolsas de comercios y regalos envueltos en papel de colores a sus pies, hay una pareja sentada. Santiago tiene 66 años, nació en Boiro y vive en Padrón. Empezó a trabajar en el mar a los 15 años y no paró hasta que se jubiló, a los 55: “navegar”. Estuvo en “las mareas de gran altura: las Malvinas, la Antártida, Canadá”. Santiago es uno de esos hombres para los que Rosalía rescató la lengua gallega, los marineros. Como para la mujer, que está sentada a su lado, y que no es su madre, como pensaba, sino su suegra, y que pasó la existencia en el campo: “sachando, cavando”. De Rosalía, de quien no ha leído nada, porque su vida no ha sido más que “traballo e traballo”, Santiago dice: “foi unha escritora á que non lle recoñeceron en vida o mérito que tiña. Danllo agora, despóis de morta”. Como un eco, por lo bajo, rosma María Pérez, nacida en Dodro hace 88 años, las arrugas de su rostro cuentan la historia de su vida: “Despóis de morta quérenlle dar mérito”. Como atraída por nuestra conversación se acerca una mujer que parece conocer muy bien la vida de la más grande escritora gallega de todos los tiempos, que “se atreve a usar la lengua de la gente más pobre”, no de la burguesía: “o galego, e tamén as inxusticias e a dor da emigración. Pasaron todas as penurias e miserias do mundo. Si nin siquera a recoñeceron cando naceu en Santiago, filla dun cura e dunha fidalga da que colleu o apelido”. María, la mujer de Santiago, hija de María, tiene 64 años y nació también en Dodro. Trabajó de camarera, en supermercados, y también la tierra. Pero fue de pequeña cuando leyó todo lo que caía en sus manos. Pero a los 14 empezó a trabajar en una conservera y dejó de leer. Pero le gusta mucho la poesía de Rosalía, como también a las dos hijas del matrimonio, “sobre todo a maior, que te podería falar moito de Rosalía de Castro e todo o que loitóu pola muller e pola lingua”.

Hay mucha gente en la casa y en la huerta, ahora convertida en jardín y bien nutrida de árboles: un historiado y orondo ombú, una higuera, un castaño, camelios que llevan su nombre (camellia reticulata, c. híbrida Rosalía de Castro). Me tomo mi tiempo, anoto el nombre de los siete hijos que tuvo con Manuel Murguía (Alejandra, Aura, Gala, Ovidio y Aurora, y los dos que murieron: Adriano sólo vivió un año, Valentina nació muerta), y que no tuvieron descendencia. La familia murió con ella, pero su poesía prendió con una fuerza irresistible. Hace tiempo que no la leo, pero compré un libro editado por el Patronato que abrió la casa y preserva su legado, y que contiene sus poemarios, Cantares gallegos, Follas Novas y En las orillas del Sar, con la voluntad de volver a ella. Para mí es tan imprescindible como Emily Dickinson.

Sobre la cama están las palabras que pronunció cuando la insaciable estaba jalando de sus tobillos: “Abride esa fiestra, que quero ver o mar”. En aquel tiempo, el Ulla y los veleros que aspiraban el salitre en su derrota se atisbaban desde la casa de Rosalía, que pasó mucho tiempo con sus cinco hijos en esta casa mientras su marido pasaba tiempo fuera entre mil oficios literarios para poder sobrevivir. Como se dice al inicio de la visita, “ella nunca tuvo una casa propia”. En versos como 

“Vinte unha crara noite,

noitiña de San Xoán,

poñendo as frescas herbas

na fonte a serear.

(…)

‘Coida, miña meniña,

das práticas que dás,

que donde moitos cospen,

lama fan’”


Me conmueve esa inquietud que Rosalía muestra por la honra y el buen nombre de las muchachas que se enamoran y luego son abandonadas a su suerte, tristes. ¿No fue ella despreciada por no ser hija legítima?

Todavía no dije por qué Rosalía tiene lo que tiene, qué es para mí, qué representa, cómo me coge de las manos y de las solapas, cómo me mira a los ojos, cómo me hace llorar, cómo seguramente me encaminó sin yo saberlo al bosque oscuro de la poesía.

"Rosalía Me coge de las manos y de las solapas, me mira a los ojos, me hace llorar y seguramente me encaminó sin yo saberlo al bosque oscuro de la poesía"

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Cuando se empezaba a soñar este viaje, en julio de 2019, antes de la pandemia, antes de la invasión de Ucrania, antes de… en otra época que se aleja a toda velocidad, le pedí a Amancio Prada una entrevista, porque su disco de Rosalía de Castro, uno de los más hermosos jamás grabados, fue y sigue siendo para mí un milagro que me estremece cada vez que lo escucho, y nos recibió en su casa amplia llena de memorias, libros, instrumentos, música dormida, música viva. Empieza recordando este gallego honorario del Bierzo (Dehesas, León, 1949), su encuentro con Álvaro Cunqueiro, incluido en su disco dedicado a los trovadores galaico-portugueses (Leliadoura), ya malito, en su casa de Vigo en la calle de Marqués de Valladares, y cómo en un rincón de la habitación, sobre un lecho de paja, había manzanas que le habían traído de su Mondoñedo natal, su arrecendo, su consuelo, manzanas que adoraba, como nos había contado su hermana Carmiña en el mismo Mondoñedo antes de ir a reunirse con su hermano en el mundo de las nieblas y los sueños: “Era muy amigo de tener en su habitación manzanas preciosas. Y me avisaba para que le hiciera llegar manzanas a Vigo, manzanas verdelada (verde por fuera y con la carne blanca como mármol), repinalda-peromingal (alargada y de amarillo Golden) y manzanas negras como el azabache y otras rojas”.

Amancio Prada charlando con Alfonso Armada CORINA ARRANZ

Con un fondo de niños jugando en un parque cercano, la voz de Amancio Prada es como la que sus discos destilan y nos hace soñar, de una calidad de bosque animado, agua que canta y que se queda a la escucha, musgo que sabe ser liquen, piedra granito labrada con manos que saben leer a ciegas y madera de palosanto y castaño pulida con lija, viento no siempre del norte, mar rizada y mar de una calma astral, y con una memoria prodigiosa, pues a la lengua le vienen poemas y canciones como aire enamorado, desde Cunqueiro a los trovadores medievales, desde Florbela Espanca a Machado, desde Lorca a Rosalía: “Rosalía te hace sentir vivo. Te escarba dentro y es portavoz del otro. Yo me siento como Flaubert con Madame Bovary. Rosalie c’est moi”.

—¿Y cómo la descubriste?

—En Valladolid, estudiando dirección de empresas agrarias… Porque yo quería ser como mi padre, labrador. Era una escuela técnica de los jesuitas. Toda mi infancia ha sido rural. La tierra es lo que me asienta. Y allí, viviendo en Valladolid, de pronto, sentí lo que era la morriña. De hecho, me decían: “¿Tú eres gallego? No, yo soy del Bierzo”. En mi casa hablábamos castellano, aunque mi madre era de O Barco de Valdeorras. Pero casi todo el mundo se expresaba en gallego. Y además en un gallego a veces muy extraño, con palabras como embranjarse, que era colgarse de la rama de un árbol para columpiarte mientras ibas con las vacas al monte. Pero sigo musicando poemas de Rosalía…

Y saca la guitarra española, y mientras la afina recuerda que a Rosalía la llevaron a bautizar en la inclusa de Santiago de Compostela, en el Hostal de los Reyes Católicos, que entonces era hospital, y ahora es ámbito del máximo lujo. Allí estaba y allí sigue la pila bautismal, donde cristianaron a la que “levaba na frente unha estrela e no bico un cantar”, y nos canta en primicia una canción que todavía no ha visto el surco de las grabaciones, y con las palabras de Rosalía en el cantar de Amancio nosotros nos dejamos arrastrar por un río que baja hacia la noche y no sabemos adónde va. Pero ¿no será acaso Rosalía de Castro una mensajera de la Vía Láctea?

Rompe Amancio a cantar, y Madrid, los niños en el parque, la luz que ya declina, el mundo, todo desaparece:

“Nasín cando as prantas nasen,

no mes das frores nasín,

nunha alborada mainiña,

nunha alborada de abril.

Por eso me chaman Rosa,

mais a do triste sorir,

con espiñas para todos,

sin ningunha para ti.

Desque te quixen, ingrato,

todo acabóu para min,

que eras ti para min todo,

miña groria e meu vivir.

¿De qué, pois, te queixas, Mauro?

¿De qué, pois, te queixas, di,

cando sabes que morrera

por te contemplar felis?

Duro cravo me encravaches

con ese teu maldesir,

con ese teu pedir tolo

que non sei qué quer de min,

pois dinche canto dar puden

avariciosa de ti.

O meu corasón che mando

cunha chave para o abrir.

Nin eu teño máis que darche,

nin ti máis que me pedir”.


La guitarra suena como las fuentes cristalinas de las que habla Rosalía, donde se ponen las hierbas frescas a serenar, y la voz de Amancio, que sigue intacta o acaso todavía más afinada por la experiencia, nos arrebata sin que perdamos el sentido, sino todo lo contario. Es una voz que hace que se entienda lo indescifrable. Aquí nos quedamos, con ese asombro ante “el candor” que destila la escritora, dice él, asombrados de estos versos de Rosalía, que al respirar componía y detenía la rueda atroz y preciosa del mundo, y nos dejaba estos instantes asomada a la ventana de su corasón para que nosotros la revivamos, con la capacidad que tiene su enamorado Amancio Prada para traerla de vuelta desde la noche de Padrón al mundo contemporáneo, tan asendereado…

Al final de la conmovedora misa de peregrinos en la iglesia de Santiago de Padrón que celebró un cura cubano llamado Vladimir abordo a dos feligresas de toda la vida a la puerta de templo. Una lleva la voz cantante (la otra desconfía, y acierta cuando pregunta: “¿Es periodista?”):

—Por supuesto que tengo los poemas de Rosalía. En la mesilla de noche.

—¿En gallego o en castellano?

—En castellano. Es un libro muy antiguo que leo de vez en cuando.

—¿En las orillas del Sar?

—Ese.

No dejo de pensar en las últimas palabras, que pueden ser la clave de este viaje: “Abrir esa ventana, que quiero ver el mar”. Y por esa ventana se cuela Simone Weil, por quien tanta devoción sintió José Jiménez Lozano, y en la que, gracias a las reflexiones de la profesora de filosofía Carmen Herrando, encuentro como una senda de pepitas, cantos, migas que van de la autora de Follas novas a la de La gravedad y la gracia. Escribe Herrando, que es miembro de la Association pour l’Étude de la Pensée de Simone Weil, que “lo que importa destacar es que Simone Weil no tardaría en hacerse ‘imprescindible’ para José Jiménez Lozano, quien nada más leerla se preguntaba inquieto por aquella mujer tan especial y ‘ajena’ al mundo en que vivía, y tan preocupada por las personas sufrientes y por los seres de desgracia…”. 

Y vuelvo a las palabras que me dejó el grupo de Padrón. Dani Gallego nació en Algemesí, Valencia, hace 35 años. Este profesor de música dice que la pregunta de por qué hace el camino no es fácil de responder: “Porque en los últimos meses me vi sumido en una gran crisis, en una verdadera noche oscura del alma”.

Ana nació en Valencia hace 27 años, es profesora de español para extranjeros y estudia psicología. Mira a los ojos de la gente con una curiosidad nada perturbadora, nada inquisitiva. Se deja ver por dentro mientras te da permiso para entrar en su propia casa. Creo que se podría decir sin caer en fantasías ni lirismos fuera de lugar aquí que tiene carisma. Y esa palabra sí la pronuncia, por cierto: “Venimos con un carisma”. Desde 2008 hace casi todos los años el camino. “El nuestro es un acto de mendicidad y de oración. Porque viajamos sin dinero de ningún tipo. Al final se trata de parar para entrar en relación con Dios y con el silencio. Escuchar. Ver que somos hijos amados”. Ana trata de explicar con palabras sencillas la idea de viajar practicando la mendicidad. Ella dice que creer o pedir para poder comer o poder dormir bajo techo no la hace mejor persona que un ateo. “No es necesario creer en Dios para obrar bien. Puede que yo sea mucho peor persona que muchos ateos. Cuando pedimos nos damos cuenta de cómo actuamos cuando nos piden. Cuando un mendigo te pide que le ayudes te está interpelando, te hace pensar. Y a menudo le das algo para quitártelo de encima, para no tener mala conciencia”.

Jorge Zanón nació hace 23 años en la localidad valenciana de Buñol. La mayoría del grupo es de Valencia, pero hay miembros que proceden de otras partes de España, como Asturias o Andalucía. Jorge estudió Física y cuando regrese a casa se estrenará como profesor (después le veré enarbolando la guitarra y cantando en la iglesia). Le da miedo dar clases, enfrentarse a los adolescentes, pero por otra parte le apetece mucho. “Es muy fácil decir de boca. Pero cuesta mucho pasar a la acción. Yo venía buscando una respuesta. Averiguar quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Yo también dudo. Hay que esforzarse cada día. Y no siempre es fácil”.

Han logrado que vuelva a interpelarme. En la misa del peregrino me cuesta no romper a llorar. Como si tuviera miedo, verdadero pánico a convertirme. No dejo de pensar en Simone Weil, lo que mi cabeza le dice a mi corazón, y viceversa. Cuando salgo de la iglesia, y tras preguntar a dos vecinas ancianas si siempre es así, reconocen que la misa del padre Vladimir les ha gustado mucho, me pierdo en los campos que anochecen. Como si quisiera pensar a solas, hablar a solas, sentir a solas. Me cruzo con un caballo blanco que, como siempre en la naturaleza, me mira con extrañeza. No tenemos un lenguaje común. Regreso al hotel dando un gran rodeo, paso ante la casa dormida de Rosalía, y entro en el hotel como un ladrón de mí mismo, sin saber muy bien quién soy.

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