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Felicidades, Vigo

Imagen de una de las últimas celebraciones del Día da Reconquista. R. Grobas

Siempre ha sido mi chica, esta ciudad. Y yo, como un tonto adolescente, sigo enamorado de ella. La quiero, la admiro, la respeto y me fascina. La extraño si no nos vemos, y se me hace pequeño el tiempo cuando por fin estamos juntos. Me encanta observarla por las mañanas, nueva y bulliciosa, radiante, pletórica. Adoro sus tardes, casi siempre serenas, despidiéndose del sol desde los miradores o esquivando los charcos de la lluvia en la Alameda. Y, por supuesto, guardo para mí cada una de las noches en las que, en silencio, sin que nadie más supiera lo que estábamos haciendo, nos hemos recorrido. Las calles de mi ciudad son para pasearlas, para deslizarse por ellas, para bailarlas y, a veces, incluso para llorarlas. Sinceramente, creo que ella me lo ha dado todo. Me ha hecho feliz, me ha hecho cantar. Me ha dado música, me ha dado letras. Me ha regalado su historia y, con ella, también sus anécdotas. Me ha dado incluso una razón de ser y, agradecido, he intentado devolvérselo todo. He escrito sobre ella, la he perseguido en todas y cada una de mis páginas. Me he asomado a su voz, y he querido asegurarme de conocerla a fondo. Su intimidad, sus secretos. Sus méritos y también sus momentos más oscuros. Y todo lo hemos querido compartir... En las luces y en las sombras, la ciudad y yo tenemos un secreto. Es un amor inoculado en los primeros días, en aquel tiempo en el que uno comienza a reconocer el espacio a su alrededor. Una vez, ya no recuerdo cuando, alguien comenzó a enseñarme en la dirección correcta, a señalar con su dedo los lugares a los que había que prestar especial atención. A indicarme dónde estaban las huellas, las pistas... Marcas ocultas a la vista de todos. Desde entonces, desde siempre, yo amo a esta ciudad.

Supongo que es por eso que me alegran especialmente estas fechas.

El 28 de marzo de 1809, y por si no hubieran sido suficientes sus méritos anteriores, Vigo se ganó a pulso su derecho a entrar en la historia del mundo como la primera plaza que logró liberarse del yugo napoleónico, en aquel momento el ejército más poderoso del planeta, y expulsar a sus tropas. Y, como sin duda ya sabrán todos, es ésa misma, la bravura y determinación demostrada en aquellos días, la razón por la que apenas un año más después, el 1 de marzo de 1810, Vigo recibió su consideración de ciudad, por ser Fiel, leal y valerosa.

Aquellos de la Reconquista fueron los días de hacerse mayores... Es cierto que durante mucho tiempo tuvimos que buscar la manera de encajar aquella decisión con esa otra duda incómoda, la de qué habría pasado de haberse decantado la historia de un modo diferente. Al fin y al cabo, al deshacernos de Napoleón también le estábamos cerrando la puerta a unas cuantas ideas. A la Ilustración, a la revolución... A la modernidad, a fin de cuentas, al mismo progreso que, con el tiempo, acabaría marcando las diferencias entre los países europeos más avanzados, más desarrollados, y los demás. Pero, en esos momentos de inquietud, la historia viguesa nos cuenta que, antes que todo eso, están las personas. Los hombres y las mujeres. El dolor, el fuego, el hierro. La rabia y los dientes apretados ante la brutalidad del que, sin haber sido invitado, arrasa con todo lo que encuentra.

No sé si aquellos vigueses y viguesas de 1809 tenían mucho de distinguidos. Pero sí sé que hasta el último de ellos se ganó la distinción de lo excelente. Nunca existió esa Aurora concreta, y casi con toda seguridad no haya apellidos para ningún Carolo. Pero tampoco necesitamos distinguirlos a tal punto. Porque hoy, al igual que entonces, todos somos Carolo, todos admiramos a nuestras Auroras. Sean quienes sean. Que, a fin de cuentas, ni siquiera Vázquez Varela, el hombre gracias al cual la ocupación se saldó sin tener que lamentar más que tres muertes entre los vecinos, gozó entonces de reconocimiento alguno. Y eso que él sí que fue un gran alcalde, capaz de proteger la plaza valiéndose nada más que de su inteligencia y astucia por encima de cualquier bala de cañón.

Por fortuna, hoy hemos aprendido a considerar un poco mejor la memoria de esta ciudad a la que tanto amamos. Esta semana, sin ir más lejos, la corporación municipal ha nombrado Vigués Distinguido a Domingo Villar, el autor que ha colado el nombre de Vigo en millones de casas a lo largo de medio mundo. Y yo no puedo alegrarme más. Porque Domingo es mi amigo. Porque se trata de un hombre bueno y generoso como pocos en esta profesión. Y porque, sinceramente, se merece todo lo bueno que le pase. Pero es que, además... No sé, tal vez sea una estupidez, pero yo no puedo evitar pensar que, al distinguir a un hombre como Domingo, nos distinguen a todos los vigueses. Hombres y mujeres de bien que, como él, somos distintos...

Así pues, felicidades, Domingo. Felicidades, Vigo.

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