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GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (IV)

El Pórtico de la Gloria y el verdadero sentido de la cultura

Vista del Pórtico de la Gloria. Xoán Álvarez

Que llueva al retornar a Compostela a través de una estación es como una señal que recojo con gratitud. Como si estuviera un Dios cativo á miña espera. No quiero ni puedo permitirme que el tiempo se acelere. Este viaje es una reconsideración general e íntima de la identidad, de la casa del ser y de la casa del estar, de la imposibilidad de regresar a la infancia, pero también de la posibilidad de reconciliarse con lo que éramos y, sobre todo, con lo que somos.

Salí a la calle poco después de la medianoche. Quería ver la linterna encendida de la Berenguela, el aviso para navegantes estelares y terrenales de que estamos en Año Santo. Al llegar a las Casas Reales leí en el suelo una inscripción en varias lenguas: “Europa se hizo gracias a la peregrinación a Santiago”. Ojalá fuera cierto. Pero la estamos deshaciendo al impedir que los peregrinos de la desesperación, de la guerra, del cambio climático, de la sed, de la carencia de futuro puedan venir aquí, donde tanto los necesitamos, donde tanto nos necesitan. Al arrojar los derechos humanos por la borda, al convertir en un crimen prestar ayuda a los náufragos, estamos deshumanizándonos, dejando de merecer el cielo en la tierra y la tierra en el cielo. Eso es la cultura, lo que envilecemos con nuestra ceguera. Lo avisó Alain Finkielkraut cuando dijo que el 11-S era fruto de Madame Bovary. Me costó creerlo cuando lo leí, pero empiezo a entenderlo, y a sopesar su sentido. Emma Bovary es el producto de un tedio colosal, de una ausencia de lindes, de un romanticismo desaforado que nos recuerda al oído como una cera ardiente que todo está permitido, sobre todo si lo sentimos apasionadamente, si es nuestra forma de estar en el mundo, siendo extremadamente sinceros, fieles a nosotros mismos caiga quien caiga, y libres de desearlo todo, y de recurrir a todo, hasta el crimen, si la autenticidad lo reclama. Todo está permitido, y Dios ha muerto. ¿Qué sentido tienen las peregrinaciones en un mundo profundamente descreído? Una meta, un objetivo, una difusa búsqueda entre el deporte y la conciencia, entre la emoción y la trascendencia, entre el amor a la naturaleza y al mundo espiritual. Por eso invaden la catedral, y la recorren, y se colman de esa conquista material que, según las bulas, tiene consecuencias en el más allá, ese más allá que la mayoría ignora, desprecia o simplemente le resbala. Yo también perdí la fe aquí, y ahora me aferro a un existencialismo moral que recalca que no todo, ni mucho menos, está permitido, y que nuestros actos, nuestra forma de reaccionar ante el mal y la necesidad, tienen consecuencias. O como advirtió Viktor Frankl, superviviente del Holocausto y autor de un libro capital del siglo XX, El hombre en busca de sentido, “no podemos elegir nuestras desgracias, pero sí nuestras respuestas”.

A la derecha, fuente rosaliana en en claustro de la Sar. Alfonso Armada

Por si alguien albergara alguna duda de que Ramón Otero Pedrayo tiene algo que decir a nuestros contemporáneos, por lo que a mí respecta he de decir que sin su ayuda hubiera leído mucho peor mi propio mundo. Vuelvo a recorrer las calles de Compostela, décadas después de mis años de estudiante, y descubro lo que acaso tenía que haber reconocido si hubiera convertido a Otero Pedrayo en mi amigo en aquel tiempo desnortado. Escribe Otero en su impagable Guía de Galicia: “El peregrino y el caballero de Santiago no serán nunca objeto de la arqueología de lo espiritual. En Compostela viven como el arte románico, como la canción lírica germina de la tierra gallega. Por eso la ciudad no será nunca una Palmira o una Aigues Mortes. La ruina puede significar el último estadio del templo pagano, de las torres feudales. En Compostela sería inadmisible el concepto de ruina aunque todas las piedras de la ciudad se desplomasen”. El humorista Julio Camba, un estilista del lenguaje que viajó del anarquismo al escepticismo, contó en un artículo publicado en El Mundo en 1908: “Hay una plaza en Santiago formada por cuatro edificios: la Catedral, el Hospital, el Ayuntamiento y la Escuela Normal. Un día Castelar estuvo allí, y señalando sucesivamente los cuatro edificios que limitaban la plaza (del Obradoiro, todo sea dicho) exclamó: Religión, Caridad, Justicia y Enseñanza. Los santiagueses se quedaron admirados de la perspicacia de Castelar, y a todo el que va a Santiago le enseñan la plaza y repiten la frase. Una frase exacta, sin duda alguna, y que podría servir para hacer la psicología de Santiago. Porque toda ella está en aquella plaza donde la Justicia le deja sitio a la Caridad y la Enseñanza a la Religión, y donde no hay una fábrica ni un teatro, un lugar de trabajo ni un lugar de placer”.

Escribiendo en el Cristo de los Milagros.

Escribiendo en el Cristo de los Milagros. A. A.

Trato de leer y de entender esa sensación hecha de tiempo y piedra en la que nos movemos como fantasmas que sangramos cuando nos pinchan, reímos cuando nos creemos felices y lloramos cuando nos pensamos desgraciados.

"Santiago de Compostela el bordón sostiene al hombre en el camino, como la fe al espíritu"

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Las piedras nos observan mientras nosotros las vivimos, y ellas se compadecen un instante para seguir siendo a su manera eternas, que es mucho más de lo que nosotros podríamos presumir o decir, porque nosotros pasamos, como pasan los gobiernos de la Xunta, los arzobispos, los estudiantes de medicina y de historia, los mentirosos profesionales, los vendedores de cupones, las cantantes que sueñan con ser como Rosalía, pero no la nuestra… No entiendo que el aeropuerto de Santiago, el de Lavacolla, ahora se haya rebautizado Rosalía de Castro. ¿Tiene sentido ese homenaje? ¿No es un insulto? ¿Le gustaría a ella ese renombre para los que se van y los que llegan? Siento algo que no sé muy bien lo que es, pero que existe, es cierto, duele. Pero sigamos caminando despacio con Otero por la noche de Compostela: “Toda la cristiandad pasó por el umbral del Apóstol. Por eso, con profunda emoción, se nota al entrar en el Pórtico de la Gloria como un callado rumor de ríos de almas que pasan y en la mirada de Santiago, en las manos del Señor, se nota la expresión de bienvenida y recuerdo. La concha, símbolo del peregrino, tiene la forma de onda, fresca y regeneradora como el perdón. El bordón sostiene al hombre en el camino, como la fe al espíritu. El viejo ropaje de los pecados se abandona al llegar como los vestidos que los romeros colgaban de la Cruz dos farrapos”. De repente me recuerdo ante ese mismo pórtico al que antes, en la infancia que en realidad era la adolescencia prolongada, podías visitar casi a solas, cuando siempre parecía que era invierno en Compostela y era un placer dilapidar una tarde entera en el Café Azul o en el larguísimo banco corrido de piedra de la Quintana. Vuelvo a entrar con mi amiga del alma en la iglesia de San Paio, y su sabia guía Olguiña, donde las hermanas que salen de la clausura por una puerta lateral y se sitúan a ambos lados del altar nos emocionarán con su canto. Para nuestro asombro, contaremos hasta 19 entre monjas de pleno derecho (algunas tan frágiles que parecen rellenas de aire, dobladas como ángulos inconcebibles) y novicias, entre ellas tres negras esbeltas que vienen a aliviar las decaídas huestes del cristianismo, que supuestamente llena las naves de la catedral, pero no sé con qué clase de fe. Todo parece un parque temático y no precisamente del espíritu.

Vista exterior de la Praza da Quintana A. A.

A veces pienso que todo lo he soñado. En Compostela, gracias a una amiga de la UPG que me borró “por anarquista”, empecé a curarme de un nacionalismo que nunca me sedujo, hasta el punto de que cuando me explico mi larga ausencia del país natal tiene mucho que ver con la fatiga de ese esencialismo que se carga de razones para la separación, fronteras que se excavan dentro y fuera. Digan lo que digan, la lengua no determina la identidad, aunque en Compostela, gracias a Agustín Magán y al teatro en gallego que llevamos por tantos pueblos del litoral y del interior (O retábulo do flautista, A paz, Almas mortas…), descubrí un idioma en la que escribo todas las noches. Regreso a la Guía de Galicia, de Otero Pedrayo, como un peregrino que se resiste a admitir que lo es: “La peregrinación a Santiago aceleró y profundizó el ritmo de la historia. Un anhelo inmortal de purificación conmovió a la cristiandad desde que tuvo gozosa nueva de la invención del sepulcro”. Castroviejo también se refiere a esa “invención del sepulcro apostólico”, que ocurrió “en el reinado de Alfonso II el Casto, entre los años 791 y 842, es decir, poco después de la coronación de Carlomagno en san Pedro de Roma”, y añade: “No deja de tener un profundo valor simbólico el sincronismo entre estos dos grandes hechos, de los que el medievo sale organizado y pujante de ideales y ambiciones de eternidad”. Lo completa el propio Castroviejo de esta forma: “Esta eterna historia de Compostela arranca definitivamente del sepulcro apostólico descubierto tras presagios maravillosos –cantos de ángeles y luces celestes que avisan a Payo el eremita, varón sencillo y santo que decía misa a los lugareños de san Fiz– por el obispo Teodomiro, quien tras largas penitencias descubre la tumba largo tiempo ignorada”. Recuerda Castroviejo a Diego Gelmírez, “un estupendo y ejemplar producto de la mejor edad media”. Fue durante su “feliz etapa” cuando se escribió el Códice Calixtino, que encierra “los milagros del Apóstol según el pontífice Calixto, la historia de la traslación del cuerpo del Patrón a tierras gallegas”. Y de Castroviejo vuelvo a Pedrayo: “Las viñetas representan al Apóstol despertando a Carlomagno y señalándole la Vía Láctea, y al imperante de la barba florida saliendo de mañana –una clara alborada de mirlos y esperanzas– de la torreada Aquisgrán, con sus Pares, a la conquista de España”. Pero leamos cómo lo cuenta el Códice, cómo el emperador “recibió aviso sobrenatural y contempló en la noche estrelecida un camino de estrellas que se comenzaba sobre lo mar de Francia e Aquitania, ía dereytamente por meogo da Gasconia é por Navarra é por España; e ía ferir en Galicia en aquel lugar onde o corpo de Santiago yacía escondido”. Apunta Castroviejo que el Códice “constituye una deliciosa guía turística del siglo XII. La primera guía de turismo posiblemente escrita sobre tierras hispánicas”.

Colegiata de la Sar. A. A.

Es así como regreso al mayor milagro que Compostela atesora. A la hora de volver al Pórtico quiero que sea Otero Pedrayo quien nos ayude a leer mejor estas piedras, porque si es cierto que en el arte no hay progreso a menudo tampoco lo hay en la interpretación del alma del artífice, picapedrero celestial, cuyo Pórtico de la Gloria es “la expresión más genial del arte cristiano del medievo, en su inspiración y logro escultórico sólo comparable en otros rumbos del espíritu con la Suma Teológica del Ángel de las Escuelas o la Divina Comedia del Dante”, ya que “puede sentirse y estudiarse como composición teológica y artística; encierra, sugiere y expresa todo el mundo de conceptos, visiones y revelaciones de la Santa Escritura, particularmente las contenidas en el libro del Apocalipsis, que las cierra con la certeza de un momento definitivo en la historia inmortal de las almas”. Es una bendición que no se permitan fotos, ni selfis, ni mal rayo nos parta. Hay que limitarse a levantar la vista al cielo, romperse el cuello, provocarse una tortícolis entre Stendhal y Santa Teresa, porque, como recalca Otero Pedrayo, “las gentes sencillas lo aman, lo veneran y sienten dramáticamente. Es tan grande la emoción que inspira, que las gentes campesinas lo creen trazado y logrado por el evangelista San Mateo, confundiendo candorosamente los nombres y atribuyendo santidad –el único poder capaz de producir la maravilla– a la estatua del autor arrodillado al nivel del suelo, al pie de su obra”. Yo quisiera aquí copiarlo todo, compartir la lectura de Otero Pedrayo que lo dijo como yo jamás diré. Presidido por el Cristo “en majestad mostrando las llagas de pies y manos y la herida en el costado”, rodeado por “los cuatro evangelistas escribiendo en rollos, san Juan sobre el águila, San Lucas sobre el toro, San Marcos sobre el león, San Mateo sobre sus propias rodillas”. Los ocho ángeles que “ostentan los instrumentos de la Pasión”: columna, cruz conducida por los ángeles, corona de espina, clavos y lanza, pergamino con la sentencia, azotes, caña y esponja. ¿Qué nos recuerdan esos objetos que la piedra mima y salva de la extinción? Cuarenta figuras de pequeño tamaño que, “con los ojos fijos en el Señor, representan al pueblo redimido”. Tenemos por supuesto a los “veinticuatro ancianos del Apocalipsis, coronados, hablando entre sí de dos en dos (excepto el que hace el número 11 por la derecha, que no se dirige a su vecino, sino al que hace el número 14), con instrumentos musicales de cuerda, tímpanos, redomas, otros desconocidos, el organistrum descansando sobre las rodillas de dos ancianos centrales”. No voy a enumerar a toda la piedra que con una elocuencia insuperable nos habla de nuestra genealogía, pero es imprescindible mencionar la figura, “sentada, con nimbo, báculo y pergamino, rostro de suave y ensoñadora expresión como si recibiese a los peregrinos, la imagen del Apóstol Santiago”, y por supuesto a los Profetas: “Moisés con las tablas de la Ley, Isaías el único cubierto, Daniel maravillosamente sonriente y Jeremías”. Pero comparto con Otero que sería ingrato no dedicar un recuerdo al maestro Mateo, del que “se ignora su patria exacta, aunque tiene Galicia muchas y quizá inigualables probabilidades de ser su cuna”.

En la noche de la Quintana dos Mortos A. A.

Repasaremos luego los misterios de la catedral en boca de Olga, la compañera curiosa de Carmen Mejuto, mi amiga, que me ampara en toda esta etapa compostelana, las tres catedrales dentro de la catedral, las capillas junto al ábside, tan reveladoras, el confesor al que no acudimos, la puerta Santa por la que vemos entrar sin cesar el río de peregrinos, y el vozarrón que sacude el templo cada tanto y que no deja de llamar la atención con el sibilante aire de una serpiente de piedra que ha cobrado vida, y que se asemeja también al viento encerrado que deja escapar una llanta de las muchas bicicletas y coches de toda índole que hacen el camino, una y otra vez, como un sicario no sé si del obispo o de Caronte:

—Bajo ninguna circunstancia se quiten la mascarilla dentro de la catedral. Y recuerden que las fotos han de ser siempre sin flashhhhh. Guarden silencio.

Al salir de un desoladoramente desierto Centro Galego de Arte Contemporánea, que me hace volver a preguntarme por el sentido de estos espacios, y su desconexión con nuestro mundo (pese a lo que digan los artistas), quise visitar el Panteón de Galegos Ilustres, el más importante cementerio de Galicia. En el Museo do Pobo Galego pregunté por el horario de visitas del paredaño Panteón, ya que ante la solemne y señorial entrada cerrada a cal y canto no había ni información ni nada parecido. Me dijeron que dependía del arzobispado, y que llamara. Me respondió un propio:

—¿Quiere alquilar el espacio?

—No, quería saber cuándo se puede visitar el Panteón.

—Le paso con el canciller. No cuelgue.

El grillo del teléfono se orinó a conciencia en una alfombra presumo que mullida, o tal vez en una tarima bien encerada, o acaso en una celda oscura de silencio y penitencia. Pero nadie respondió. Volví a llamar:

—Le paso con el canciller.

Silencio. Fue inútil. El canciller nunca se puso. En pleno mes de agosto el Pabellón de Galegos Ilustres seguía en un limbo arzobispal.

Entrada en la catedral por la Puerta Santa A. A.

Por la mañana, con lluvia mansa de nuevo, orvallo que alivia y canta baixiño, fui por la orilla del Sar escuchando cómo el agua hablaba de Rosalía. Volví a entrar en la colegiata que sigue poniendo en duda la verticalidad del mundo, con la fábrica, y hasta los arbotantes, levemente vencidos como una Pisa mucho más discreta, y allí me encontré con mi doble, un San Brais al que le faltaba la diestra, la que yo uso para escribir, y de inmediato convertí en patrón de los prolíficos incurables que usan la mano derecha para contar sus cuitas, justamente la mano que no le faltaba a Valle-Inclán, a quien nunca busqué cuando era alumno y vecino de Compostela. Por fin, en un autobús urbano, sorteando niebla húmeda de agosto raro, hasta el cementerio de Boisaca me fui. Pregunté a unos deudos que dejaban el camposanto por el último pupitre de Valle, su última cama, porque era fama que se acostaba a escribir afiebrado, y sembraba de cuartillas el cuarto. Vi su cama de granito sin pulir, un escritorio rugoso y salvaje como su escritura, que sigue más viva que mucha de la prosa que ahora mismo aumenta el ruido del mundo, y su banalidad. Un escueto “VALLE-INCLÁN”, con el valle esculpido en una anfractuosidad de la piedra y donde con toda seguridad se remansará la lluvia y beberán las mirlas y los petirrojos, y con una cama de gardenias floridas, acaso para que no sufra su cráneo privilegiado de las cefaleas de los fieles difuntos, que vendrán a incordiarle con sus dimes y diretes.

El último lecho, el último escritorio de Valle-Inclán A. A.

De Santiago de Compostela me voy siempre con melancolía, imaginando que allí vuelvo a vivir, pero dándome cuenta de que no sé muy bien por qué razón no viviría. ¿Por la lejanía del mar? Le cedo una vez más la palabra a Otero Pedrayo que, en su Galicia, una cultura de Occidente, dice de Compostela que “es gris, musgosa, alzada en formas geométricas de torres y cúpulas, animadas en alto grado por la decoración barroca”. Celebra: “el crepúsculo se refleja en cientos de fachadas y es particularmente hermoso y elegíaco en la fachada del Obradoiro de la Catedral, donde la contienda amorosa y apasionada de la luz que muere y la sombra que la vence, llegan a la tónica de la escena trágica. Compostela se asocia fácilmente a los robles, los cipreses, los suburbios humildes”, y sublima: “Como hecho geográfico, Santiago posee su luz, sus horas, su fragancia y el sentido canónico de canalizar y encauzar el tiempo de sus cien campanarios. Hay sin duda una manera de vivir en cada lugar humanizado por la historia y el arte, el sentido y fluencia del tiempo”. Por eso Camba, burlón, se preguntaba: “¿Cuántas campanadas necesita el reloj de la catedral de Santiago para dar la siete de la tarde? No lo sé, porque no tuve la paciencia de contarlas”, y sigue con zambomba: “A las siete de la tarde el reloj de la catedral de Santiago comienza a dar las siete; pero cuando acaba ya han salido todos los vehículos de las siete y ya han comenzado todos los espectáculos de las siete. Bien se echa de ver que los santiagueses no tiene prisa y que su ciudad no es una ciudad cosmopolita ni industrial”. Sin dejarme llevar del bracete por Camba y su anarquismo diluido en escepticismo, a veces pienso que un día no voy a poder controlar mi mente, y la desesperación se apoderará de todo mi ser. Y con ese malestar de la cultura y de la mente emprendo el camino de Noia, como una forma particular de salvación.

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