Mi Lama acaba de dejar su trabajo y no uno cualquiera, sino uno de esos que llamaríamos “de lo suyo”; de los que, cuando contaba a qué se dedicaba, la gente le miraba como si fuese un bicho raro. ¿Un español de treinta años ganándose la vida con lo que estudió, en lugar de estar en un Pret a manger de Londres aprendiendo a decir ensalada césar en inglés? Sin embargo, su trabajo le aburría. Le aburrían sus proyectos, los ataques de histeria de su jefe, el silencio plomizo de la oficina y esa cena de Navidad en la que nunca acababa de fluir la conversación. Todo resultaba un bostezo en forma de jornada partida.
Cada vez que confesaba a algún amigo la posibilidad de marcharse, recibía como respuesta una de esas miradas de “uuyyyy peligro”, como si mi Lama creyese en un mundo de unicornios y contratos indefinidos. Intimidado, aguantó. Pensó que sería una mala racha y que, con tiempo y voluntad, se acostumbraría. Al final, ni los proyectos cambiaban, ni su jefe se calmaba ni quiso esperar a la siguiente cena de Navidad y se lanzó a montar su negocio.
Digan lo que digan los manuales de coaching, no todo el mundo puede permitirse el lujo de firmar un finiquito. Las responsabilidades de la vida tejen, en ocasiones, callejones de difícil salida. Sin embargo, no siempre es así. También están esos otros casos donde lo único que frena ese paso es un miedo difuso a la incertidumbre, un temor alimentado por la cultura de mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer, ideas que se vuelven coartadas para aplazar una decisión que nunca llega.