Enfrentarse a un grande siempre le recuerda al humilde su condición. Un medio de comunicación de alcance nacional asegura que el bengaleo de recibimiento al Celta se realiza en realidad para crearle un infierno al Real Madrid. Ramos revela que el escupitajo que pareció dirigirle a Aspas provenía de Barcelona, en una suerte de nueva teoría de la bala mágica. Las tertulias y telediarios se ocupan de diagnosticar los males merengues o sus remedios. En las retransmisiones se abandona toda apariencia de neutralidad. El equipo céltico funciona simplemente como antagonista necesario.

No es por inquina hacia el Celta. Ni siquiera por devoción al Real Madrid. El barcelonismo mediático siempre se convierte en aliado provisional del rival merengue, como también sucede al revés. Críticas o elogios retratan el mismo menosprecio. La clave está en el protagonista del relato.

Todo, lo bueno y lo malo, se observa desde el punto de vista del poderoso. Es el sujeto de todos los predicados. El Real Madrid gana, empata o pierda. El Celta, ni objeto directo o indirecto, es apenas un complemento circunstancial.

El Rey Claudio encomienda a Rosencrantz y Guildenstern que acompañen a Hamlet a Inglaterra. Les entrega una carta en la que secretamente pide al rey inglés que asesine a su sobrino. Posiblemente Rosencrantz y Guildenstern desconocen su contenido. No se aclara. Hamlet se entera y altera el contenido de la misiva. Él regresa. Serán sus acompañantes los ajusticiados. Lo sabremos al final de la obra, después de haber conocido al detalle las inquietudes de Hamlet y haber presenciado su venganza. "Rosencrantz y Guildenstern han muerto", anuncia un heraldo. Sin más, Shakespeare no consideró necesario dedicarles siquiera una escena.

Todas las historias están plagadas de personajes a los que el autor no ha considerado necesario escribirles un pasado, de los que no conocemos la más mínima inquietud. Su existencia tiene una función utilitaria cuando no decorativa, posiblemente mínima en la trama. Es ese soldado que cae ametrallado en las películas bélicas, solo un cuerpo entre cientos. Nadie lo llora ni agita con rabia los puños. Podemos suponerle padres, mujer o hijos, un hogar y un oficio a los que anhelaba regresar. Mientra al héroe le dedican parlamentos emocionantes en la escena del entierro, con las banderas ondeando al viento, a ese soldado lo enterrarán en una fosa común después del "The End", cuando ya las luces del cine se hayan apagado.

El Celta y su celtismo son ese soldado. Pero que esta vez se niega a desaparecer de la escena en silencio. Por eso suena con especial fuerza el himno en un estadio técnicamente lleno, descontando ese porcentaje de abonados que jamás acuden al campo. Y cantan también, anticipándolo, ese tema de Raphael que la megafonía ofrece: "Puede ser mi gran noche".

El partido ofrece muchos meandros emocionales a la grada. A Cristiano se le celebra con su famoso "siuuu" cada fallo y se castiga con abucheos sus "penaldos", acción sobre la que ha teorizado Manuel Jabois. Al júbilo de cada gol propio le sigue el agobio que provocan los ajenos, aunque forzando aún más las gargantas para imponerse al miedo. Entre tanto marasmo, dentro y fuera de la cancha, Sergio Ramos tiene tiempo de dedicarle una carantoña a Iago, clausurando cualquier atisbo de enemistad que pudiera quedar ante la opinión pública.

Es un choque de ida y vuelta. De dos duelistas a la par. El celtismo se siente al mando de su destino, tanto que el gol en propia meta de Danilo se lo adjudica a John Guidetti. Sueco, nórdico como Rosencrantz y Guildenstern; daneses estos, como Wass. Actores principales como todos sus compañeros y como todos los aficionados a los que el Toto ha convencido de que el título es posible. Y de que en caso de caer, sus vidas merecen un largo poema épico. Aún queda obra por delante. Pero al final de este capítulo el heraldo anuncia: "Guidetti y Wass siguen vivos".