Sepp Herberger, el seleccionador alemán, se levantó temprano el 4 de julio de 1954 y miró por la ventana de su habitación. Llovía a cántaros sobre Berna. Y sonrió. Esa tarde, su equipo se enfrentaba a la temible Hungría en la final del Mundial y sabía que sólo podría ganar si el campo estaba pesado. Sobre seco aquella máquina magiar que formaban Puskas, Kocsis, Bozsik, Czibor, Sandor y Hidegkuti sería imparable. Llevaban dos años sin perder un partido, habían ganado 3-6 en Wembley a Inglaterra en el considerado "partido del siglo" y en el Mundial habían goleado a todos sus rivales incluidos Brasil y Uruguay (primero y segundo en el anterior campeonato) que recibieron cuatro goles cada uno en cuartos y semifinales.

Herberger, el hombre que reconstruyó la selección alemana tras la Segunda Guerra Mundial, tenía dos armas para aquella final. La primera eran las botas. Adolf Hassler, creador de Adidas, había inventado los tacos atornillados que permitía cambiar su tamaño cuando las condiciones del campo exigiesen mayor agarre. Los alemanes los habían estrenado en el torneo, pero sin lluvia no habían podido aprovechar esa ventaja sobre sus rivales, que seguían fieles al taco de tamaño único.

La otra gran baza de Herberger era su capitán, Fritz Walter. El centrocampista llegaba al torneo con 34 años y después de que la Segunda Guerra Mundial se llevase sus mejores años y también su salud. Paracaidista durante el conflicto, Walter pasó casi dos años en un campo de prisioneros ruso donde contrajo la malaria. Las secuelas de aquella enfermedad le impedían rendir en partidos que se disputaban con mucho sol y temperaturas altas. Lo suyo era el frío y el agua. Por eso Herberger sonrió cuando se levantó en Berna aquella mañana y comprobó que llovía a mares.

Sin embargo, los peores temores alemanes se hicieron realidad en los diez primeros minutos. Hungría salió como un ciclón y Puskas y Czibor pusieron el 0-2 en un suspiro y además enviaron un balón al poste. Algunos creyeron que se iba a repetir el partido de la primera fase en la que los magiares aplastaron a Alemania por 8-3 aunque Herberger, consciente de que tal vez se verían más adelante y para no dar información a sus rivales, reservó a sus mejores futbolistas, entre ellos a Walter. Pero la final cumplió en su arranque con los augurios de cualquier analista. Hungría, el mejor equipo del mundo, tendría su merecido Mundial. Pero Alemania no se resignó. Allí nació ese espíritu que ha hecho famoso a su selección y que les ha llevado a ganar decenas de partidos de forma a veces incomprensible. Morlock marcó al cuarto de hora el 1-2 y Rahn, poco después, el empate. A partir de entonces Alemania comenzó a equilibrar el partido mientras el campo se ponía más pesado y los tacos ideados por Dassler les permitían sostenerse con más seguridad sobre el pesado terreno de juego suizo. La figura de Walter comenzó a emerger en el centro del campo tal y como sucedía desde hacía años en Kaiserslautern, equipo cuya camiseta defendía desde niño. Hungría estaba cansada en el segundo tiempo, Puskas jugó lesionado el tramo final y sus mediocampistas no podían con el ritmo alemán que llevó el partido al terreno físico. Y ahí no encontraron rival. Rahn, a falta de seis minutos, marcó el gol de una victoria por la que Walter había empujado con una fe salvaje. Él y Herberger, que creyó en el considerado a partir de entonces "Milagro de Berna", fueron sacados a hombros del campo. En Alemania desde aquella tarde, se suele decir cada vez que llueve con ganas "hace un día Fritz Walter".