El refugio sentimental

 

 

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez / Marta G. Brea

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Hace poco tiempo vivimos en casa ese doloroso momento de ver a uno de tus hijos empaquetar sus cosas porque llega el momento de estudiar lejos de casa. Ves la maleta a punto de reventar y te preguntas dónde diablos está el agujero por la que se ha escapado el tiempo y disimulas las lágrimas durante unos días hasta el momento del “luego hacemos un FaceTime” que te parte en dos. Elena nunca fue muy futbolera. No nació gritando “gol” que decía Eduardo Galeano de todos los uruguayos. Como si las tareas, y sobre todo las pasiones, no pudiesen ser compartidas en casa dejó que ese espacio lo ocupase su hermana pequeña, mi compañía habitual cuando las vacaciones permiten a uno colgar del perchero el disfraz de periodista y acudir a Balaídos metido en la piel de un simple y no siempre coherente aficionado.

Un día eché un vistazo entre las cosas que se llevaba de casa y vi una camiseta del Celta. En aquel montón, entre sudaderas amplias y prendas con motivos japoneses, me pareció una de las cosas más sencillas y bonitas del mundo. Sonreí con extrañeza y reprimí las ganas de gastarle alguna broma porque para eso siempre hay tiempo y como decía Billy Wilder “los chistes, como los asados, tienen que reposar un instante antes de ser servidos”. Para Elena no fue fácil vivir sola. A las propias inseguridades se añadía el hecho de haber llegado a la residencia cuando la mayor parte de sus compañeros ya llevaban un par de semanas conviviendo. Tiempo suficiente para generar las primeras complicidades, algo fundamental en una comunidad compleja en códigos compuesta por un centenar de muchachos que acaba de alcanzar la mayoría de edad y tratan de marcar territorio.

El momento más complicado del día era con diferencia el de la cena, cuando más acompañada estaba pero más sola se sentía. Esos primeros paseos a través de un comedor repleto de gente y risas, cuando sientes en la espalda decenas de miradas escrutadoras y los silencios repentinos te erizan la piel, Elena lo hacía con la camiseta del Celta puesta. Me enteré días después cuando vi un selfie que se hizo mientras cenaba con la mirada de un hámster al que sueltan de repente en un bosque. Nunca hemos hablado del asunto aunque yo construí mi propia versión. Me acordé de aquel anuncio de hace ya ocho años con la voz de Berizzo en la que decía como conclusión una de las frases más redondas que se recuerdan: “Esta no es una camiseta para los domingos, es una camiseta para toda la vida”. Como el Celta que en absoluto se limita a ser un equipo de fútbol. Porque a través de él respiramos y también nos comunicamos. Para Elena ponerse aquella camiseta por las noches era su forma de bajar a cenar con nosotros, con su familia, con sus amigos, con el olor del mar o con el ruido del viento silbando al otro lado de la persiana. En esos ciento cincuenta gramos estaba una parte de lo que más echaba de menos: la risa cómplice de su hermana, las caricias en el cogote de su madre y la promesa pocas veces cumplida de su padre de que llegará a tiempo de verlas antes de acostarse. Sentía que aquella camiseta era su capa protectora y una forma de decirle al resto quién era ella y de dónde venía. Hay más información en una camiseta de fútbol que en el documento nacional de identidad.

Hándicap dijo hace cien años que el Celta nacía con el objetivo de cubrir las necesidades de la ciudad y de Galicia. Murió arrollado por el tren del puerto sin tiempo para comprobar hasta qué punto aquella sentencia había desbordado sus expectativas más optimistas. El pensó en las necesidades deportivas, pero no podía imaginarse de qué manera iba a cubrir nuestras necesidades emocionales. Cada uno de nosotros está lleno de ejemplos. Los tiene en su propia casa, a su lado en la oficina o en la barra del bar donde toma café. Como el de Elena hay cientos, miles...ella no tiene nada de particular, simplemente encontró en el Celta la forma de llenar un vacío emocional en un momento muy determinado de su vida. Y eso no tiene nada que ver con victorias o derrotas, con dolorosos descensos y festivos regresos a Primera, con finales perdidas de manera casi perversa o con la eterna crisis económica e institucional que nos ha acompañado a lo largo de la historia. Eso sería reducir la dimensión de algo mucho más grande, convertirlo en un simple y mundano equipo de fútbol. Y aquí, hemos dado pruebas sobradas de que hay otras formas de vivir y de ganar.

Lo pensaba hace poco que vi desde el coche a Vicente, el capitán de mi adolescencia. La fría estadística dice que no ha ganado nada en su carrera. ¿Y? Vicente ejerció de compañero, de hermano, de amigo y de padre para sacar adelante a un grupo que en unos meses terribles de 1988 había vivido el trágico asesinato del inolvidable Quinocho y el accidente de tráfico que acabó con la carrera de Alvelo. Cualquier otro equipo se habría terminado allí mismo, pero Vicente –con la ayuda de personalidades extraordinarias como la de Maté o Atilano– recogió los trozos de un vestuario descompuesto para sostenerlo con dignidad en Primera División pese a la evidente escasez de recursos. En esas pequeñas conquistas que nunca asoman en las efemérides es donde radica muchas veces el auténtico honor.

Yo he asumido que nunca escribiré la crónica con la que soñaba hace veinte años. Me convencí la noche de Mánchester después de besar de madrugada las mejillas todavía saladas de Laura. Porque en estos cien años hemos aprendido a comprender qué es el Celta y a aceptar, aunque duelan, ciertas cosas. Pero sin dejar ni un día de sentirse orgullosos del camino recorrido y de la herencia recibida. Ese es nuestro tesoro.