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Crítica literaria

EL SÁBADO | Vodevil estelar

"La estrella de Ratner", una muestra del interés por reflexionar sobre la ciencia como depósito de sabiduría, pero también como recipiente terrorífico

La estrella de Ratner | Don Delillo | Seix Barral

En uno de los momentos álgidos dedicados a la biografía del personaje más conmovedor de Watchmen, el inolvidable Doctor Manhattan, Alan Moore expresó la poesía del cosmos mediante una intuición tan bella como desalentadora: "De las estrellas apenas vemos otra cosa que viejas fotografías". La magnitud del universo queda fijada así con inusual expresividad. Tiempo y espacio generan escalas inconmensurables. Sin embargo, la tentación que nos oprime desde esta diminuta mácula llamada Tierra ha sido siempre escrutar esos cuerpos lejanos, impávidos, indiferentes a nuestro deseos. A menudo, también, anhelar que nos transmitieran algún tipo de señal.

En 1976, Don DeLillo abordó en su cuarta novela, La Estrella de Ratner, la pregunta por el cosmos, por sus ecos, por la posibilidad de que allá fuera, en la vastedad de vastedades, algo o alguien se comunicara con nosotros mediante el empleo de mucho más que viejas fotografías. Y lo hizo apelando a dos elementos que, sin estar ausentes del resto de su narrativa, nunca habían brillado antes ni lo harían después con tanta intensidad como en esta obra: el absurdo y el humor.

El punto de partida de La Estrella de Ratner podría pertenecer a una novela de Philip K. Dick, Arthur C. Clarke o Stanislaw Lem. A la Tierra ha llegado un mensaje a lo que parece extraterrestre, procedente del cuerpo celeste que da título a la novela. Esta excusa se convierte en manos de DeLillo en proemio a un vodevil estelar, pues el desarrollo de la peripecia se construye a través del desfile de una serie de figuras a cual más extravagante. Baste citar a su principal actor, Billy Twillig, un muchacho del Bronx de 14 años que acaba de obtener el Nobel en Matemáticas, para entender que el terreno que pisamos es el de una parodia a propósito del entramado ciencia-tecnología (tema capital en la producción de DeLillo) que vertebra nuestra visión del mundo y nuestra supuesta comprensión del mismo.

Ello no significa que La Estrella de Ratner sea un libro ligero. Al contrario. Como Thomas Pynchon había demostrado sólo tres años antes en su abrumadora El arcoíris de gravedad, el disparate puede ser un fenomenal combustible para reflexionar sobre las grandes preguntas que la hard science venía poniendo sobre la mesa desde 1945, el año de la Bomba.

DeLillo postula en La Estrella de Ratner un antiguo recurso, la existencia de un enigma, en este caso la revelación de un código remoto, como elemento para capturar la atención del lector y ganar su corazón crédulo. El lector quiere saber, luego debe aceptar con deportividad ser burlado. Esa es la regla fundamental del convenio. Que la resolución del enigma no esté nunca a la altura de su enunciado. De ese modo, mientras Twillig intenta descifrar una transmisión cuyo sentido se ha resistido a los mejores cerebros de las academias, DeLillo aprovecha para enfrentar a su héroe con las encarnaciones del conocimiento. También con sus antagonistas.

Biólogos, etólogos, informáticos, ingenieros y antropólogos se codean con yoguis, médiums, místicos, aborígenes australianos e incluso un cártel hondureño directamente nacido de un sueño lisérgico. La tarea de Twillig cada vez se antoja menos importante en comparación con las distintas perspectivas (y preceptivas) que sus interlocutores aportan a la trama. El mensaje, después de todo, no está allí fuera, sino aquí dentro. Una vez más, la óptica nos ha jugado una mala pasada. Llegado cierto punto, todo es posible: "Ninguna escritura que afecte a la existencia de un tema secreto puede escapar ella misma el secretismo. Con el tiempo se acaba confiriendo un culto ya no solamente a la figura primaria, sino también al documento".

DeLillo ha mostrado a lo largo de su trayectoria un gran interés por reflexionar acerca de la ciencia como depósito de sabiduría, pero también como recipiente terrorífico. Y no tanto por sus consecuencias pragmáticas (la posibilidad atómica, el desencantamiento de la Naturaleza, la humillación de la psique humana), cuanto por las paradojas que hace visibles. Si a la postre, como sucede en La Estrella de Ratner, resulta que estamos tan ciegos como nuestros antepasados de las cavernas y seguimos necesitando ampararnos en las fábulas del origen para protegernos de los miedos, ¿no será que la episteme científica y su corolario tecnológico son alforjas demasiado gravosas para nuestro viaje por la Historia?

En un fragmento deslumbrante, uno de los más logrados de la novela, Twillig dialoga con un genio de los números, el profesor Endor, que ha decidido renunciar a su trabajo para encerrarse en un agujero. Endor cava con una cuchara, come larvas y filosofa sobre la belleza de unas matemáticas que los pitagóricos señalaron ya como clave de acceso a los secretos de la realidad. Habiendo perdido la batalla de la razón, Endor resulta más lúcido que nunca. Su conversión en eremita, su voz inspirada, su renuncia al mundo resultan coherentes con los códigos expuestos. Ya en la última escena de la novela, Softly, mentor de Twillig, hombre de mil recursos y enano egocéntrico por este orden, se recluye en el agujero de Endor huyendo de un eclipse solar. Que al maestro y valedor de un Nobel en Matemáticas lo aterre un fenómeno conocido hace milenios, cuando la astronomía era un arma política empleada por reyes y sacerdotes para controlar a sus súbditos, no parece tanto un proceso irracional como un episodio de justicia poética.

Quizá haya que volver a cavar para entender algo, regresar a los agujeros para aceptar ciertos mensajes. Quizá, como sugiere uno de los científicos de la novela en una muy sugestiva hipótesis, un día hallemos en el subsuelo de la Tierra pruebas de que hace milenios la Humanidad tocó su techo, y de que desde entonces los seres humanos hemos evolucionado no siguiendo el dibujo de una línea recta, sino el de una espiral reiterada, como figurantes de un eterno retorno del que tanto ignoramos. Quizá, después de todo, también desde este pequeño planeta han emitido su destello viejas fotografías, las ruinas espléndidas de nuestro propio pasado.

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