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299 días de terror en la casa de Al Qaeda

Junto a su compañero Manu Brabo.

Pese a estar aislado, solo y sin ningún contacto con el mundo exterior en una habitación de un pueblo remoto de Siria, Antonio Pampliega, un reportero de conflictos internacionales, llevaba al dedillo la cuenta de los días que había vivido secuestrado por Al Qaeda. Fueron 299 días con sus soles, sus lunas y sus llamadas a los rezos en los que tuvo que aguantar palizas, vejaciones, humillaciones y pasar la mayor parte del tiempo en la más absoluta soledad. Tal fue su desesperación y tan negro era el túnel en el que le sumergieron sus raptores que uno de esos días trató de suicidarse. Robó un par de cuchillas en el lavabo al que, custodiado y sin perderle ni un segundo de vista, le dejaban ir los terroristas islámicos, e intentó cortarse las venas. Primero les había suplicado varias veces que le mataran. "Unos días antes de que intentará suicidarme me hicieron grabar un vídeo con un mensaje hacia mi Gobierno y pensé que era lo mismo que le había pasado a Jim Foley (un reportero norteamericano que había muerto degollado unos meses antes a manos del Estado Islámico). Empecé a pensar en mis padres y en mis hermanos, y me convencí de que no quería que la última imagen que tuvieran de mí fuera a través del televisor, vestido con un mono naranja, arrodillado y con un hijoputa poniéndome un cuchillo en el cuello, a punto de cortármelo", asegura. No llegó a suicidarse, tampoco lo mataron. Su historia, después de todo, tuvo un final feliz.

Ahora, este madrileño acaba de publicar su historia en un libro titulado "En la oscuridad", en el que narra su secuestro con pelos y señales, sin dejarse ni un segundo de sufrimiento por el camino. Su relato ha llegado a ser el más vendido entre los de Amazon en España. El "crimen" de este periodista "freelance", por el que fue raptado, había sido adentrarse en un país en guerra para intentar relatar algunas historias sobre la población civil que está sufriendo las consecuencias de un conflicto enquistado. No era la primera vez que pisaba suelo sirio. Había estado allí otras once veces. En otras ocasiones había rozado también el peligro. "En una de esas veces estuve como diez días para conseguir cruzar la frontera de vuelta a Turquía. La persona que pasó delante de mí fue secuestrada y aún sigue desaparecida, desde hace cinco años", recuerda. Por eso se siente un afortunado.

Aquel verano de 2015 todo fue diferente. Entrar en aquel país, centro del terrorismo islámico, en el que las mayores ciudades se han derrumbado a base de metralla y bombas ya le dio mala espina. Y no por el ruido de los rifles, por algo más mundano. "Soy muy supersticioso y antes de entrar se me paró el reloj", explica. Iba acompañado de otros dos periodistas que también cayeron en manos del grupo. El del reloj era sólo un detalle muy menor, pero no a partir de entonces. Casualidad o no, todo fue a mucho peor.

Un grupo de niños les ayudó a cruzar la frontera desde Turquía. "No tendrían más de doce años", afirma. Y cuando, por fin, llegaron a Siria, en lugar del traductor con el que habían contactado desde Madrid, un soldado rebelde les esperaba a ese lado de la frontera. En ese momento todavía estaban a salvo. "Nos prometieron que nos vendrían a buscar con una escolta armada, con salvoconductos firmados por una de las tribus más importantes de los rebeldes. El tío que fue a nuestro encuentro venía en una furgoneta con cuatro colegas". Parecía un mal sueño. Todo iría a peor.

En ese momento había dos opciones. O volver para atrás, a Turquía, o seguir para adelante, a Alepo. "Decidimos continuar", señala. El día de su secuestro lo tiene grabado en sangre, lo mismo que el rostro de la persona que les dejó vendidos. Era un conductor que había prometido hacerles de chófer por Alepo a cambio de una pequeña cantidad de dinero. "Íbamos a hacer un reportaje, pero en un momento dado vemos que toma una dirección que no era la correcta y que saca la cabeza por la ventanilla, entonces salieron seis hombres armados de una furgoneta y nos encañonan", explica. La trampa había funcionado. Habían caído.

La celda

Su próxima parada sería una celda en un lugar desconocido de la ciudad. Allí, el mismo conductor que les había dejado vendidos unos minutos antes se sentó a su lado en aquel habitáculo, se llevó el pulgar al cuello y les hizo un gesto como si les fueran a degollar. "Le pedimos ayuda al traductor, que también había sido retenido, pero lo que nos contestó es que no era el momento y se puso a leer el Corán. ¿Si no era aquel el momento para explicarles quiénes éramos, cuándo era entonces?". Los primeros días el trato por parte de sus raptores fue "humano, no había maltrato físico". Pasaron por diferentes casas del país. Incluso Pampliega llegó a entablar cierta amistad con uno de ellos, al que apodó como "Tom", gracias a un tablero de ajedrez con el que mataban algunos tiempos muertos. "Al final, en esas circunstancias acabas teniendo una relación de tú a tú, te das cuenta de que ellos no son soldados, no son radicales y que sólo les han ofrecido dinero por tenernos vigilados", rememora. "El tablero nos acerca y acabo conociendo a un chaval de 19 años (su secuestrador) que ha perdido a sus hermanos en la guerra".

Todo se torció al mes de secuestro. Un militar español al que Pampliega había entrevistado para una agencia de noticias, y que en el libro identifica como L. M., consigue contactar con ellos y les envía una carta. Muy escueta, pero que venía con el remitente de Ministerio de Defensa. "Sabía que ese señor era un paranoico, con una personalidad bastante problemática y con un halo de oscurantismo porque no estaba claro para quién trabajaba", destaca. Eso provocó que los secuestradores tomaran a Pampliega por un espía. "Les convenció de que él era la persona con capacidad para negociar el secuestro. Contesté a aquella carta, y él me responde diciendo que si no nos liberan iba a enviar desde España un comando para sacarnos de allí e iba a matar a los secuestradores". El panorama entonces se puso muy negro.

Ante las sospechas, los secuestradores deciden aislar a Pampliega. "Cuando salí, L. M. me mandó un mail para que nos viéramos, le respondí diciéndole que no me apetecía y me volvió a responder llamándome egoísta y diciéndome que había puesto a mucha gente en peligro, y que él sólo intentó ayudar", explica. No volvieron a tener contacto.

Antes de su aislamiento, los secuestradores van cambiándolos de celda, de habitaciones e incluso de pueblo. Una estrategia habitual. Lo único que en cierto modo les animaba era que no habían caído en las garras del Estado Islámico (Daesh). Sabían que estaban lejos de Raqqa, el bastión de este grupo rebelde. "Lo primero que miramos fueron las insignias que llevaban los secuestradores, teníamos claro que si llegan a ser las del Estado Islámico ya no estaríamos vivos". Sin embargo, sus raptores, nunca se identificaron como miembros de Al Qaeda y jugaron con ellos a la ambigüedad. "Una noche me separan y yo ahí pensé que se acababa todo. Ahí empiezan los interrogatorios para saber quién soy y empieza el maltrato". Se suceden desde entonces palizas casi a diario, empujones, insultos y simulaciones de ejecuciones.

Ni el día de la liberación hubo descanso. Lo que debía de ser una jornada feliz no lo fue tanto, porque los secuestradores llevaron hasta el final su maltrato psicológico. "Entraron en la habitación con ropa con el logotipo del Estado Islámico, era la primera vez que la usaban. Me sentaron en el suelo, de rodillas y cuando ya pensé que lo que iban a hacer era decapitarme me quitan las esposas y me dicen: vete de aquí".

-¿Cómo puede ser que después de todos aquellos maltratos no les guarde rencor a sus captores?

-Allí los hubiera matado. Ahora no les guardo rencor. ¿Tiene sentido vivir con odio? Eso sí, no les perdono, pero no por lo que me hicieron, sino por lo que le hicieron pasar a mi familia, porque vivieron durante 299 días con la incertidumbre de no saber qué iba a pasar. Y eso es duro.

La mayor parte de su encierro, Pampliega la pasó a solas en una habitación oscura, encerrado con sus propios fantasmas, sus miedos y con la incertidumbre de que al día siguiente podía morir. Durante mucho tiempo su carcelero fue un sirio al que bautizó como "el Tarao". Ése fue el que le propinó las mayores palizas. Cualquier excusa era válida, desde tener sucia la habitación hasta haber tardado de más en las dos veces que le dejaban salir al baño.

-¿Tampoco le odia a él?

-Es que es posible que a día de hoy "el Tarao" esté muerto. Al final me quedo con lo afortunado que soy porque estoy con mi familia, estoy hablando con usted, y él o está muerto o le quedará poco para morirse o tendrá una vida de mierda.

Hasta el final, incansables al desaliento sus secuestradores trataron de convencerle para que se pasara al Islam. Muchos días se sentaban a su lado en la habitación a leerle algunos de los pasajes del Corán o a explicarles por qué creían que Alá era mejor que el cristianismo. "Estaban convencidos de que si me lograban convertir iban directos al paraíso". No sólo no consiguieron la conversión, sino que Pampliega volvió a abrazar el cristianismo durante su encierro y a pasar mucho tiempo hablando con Dios.

También eran habituales las conversaciones en las que los secuestradores justificaban atentados como el del 11-M o la matanza de París de finales de 2015 (que ocurrió mientras Pampliega estaba secuestrado). "Nos decían: vosotros, occidentales, fuisteis a Libia y allí ayudasteis a la población porque había petróleo, pero aquí en Siria nos habéis dejado tirados", detalla. Y Antonio Pampliega añade: "Estoy convencido de que todos estos atentados fueron porque no se puso solución antes al conflicto sirio".

Lo que no sabe es por qué les dejaron en libertad. No tienen constancia de que el Gobierno español pagara ningún rescate. "Sólo sé que un día estaba encerrado y al día siguiente era libre", asegura. De vuelta en España, ningún miembro del Ejecutivo se puso en contacto con ellos. Y así hasta hoy. Ya en Madrid se les tomó declaración en la Fiscalía destinada a la lucha antiterrorista. "Querían saber si entre nuestros secuestradores había algún europeo. Les dijimos que no, que todos eran sirios". Y hasta hoy. Nadie volvió ponerse en contacto con ninguno de ellos.

-¿Volverá a Siria?

-Nunca más. Ningún reportaje vale mi vida. Se lo he prometido a mi familia. Estoy cansado de la yihad.

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