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La mirada de Lúculo

Paisaje húmedo en Bruselas

La lección aprendida acerca de la leyenda que rodea al Manneken Pis y unas cuantas sugerencias para no comer del todo mal, incluso para hacerlo bien, en la concurrida capital de la Unión Europea

Paisaje húmedo en Bruselas

El Manneken Pis, como ya sabrán, es una estatuilla de 50 centímetros de un niño orinando en la pila de una fuente. Se encuentra entre las calles de L´Etuve y Chene, cerca de la Grand Place, y es junto con el Atomium uno de los símbolos más queridos de Bruselas. No existe nadie en este mundo que lo haya visto por primera vez y no se sintiese decepcionado por su nimiedad.

-¡Vaya birria!

Como se trata de chorros, al niño meón no han dejado de lloverle en esta vida bromas. En una ocasión, escuché a un turista perorar sobre la posibilidad de que el hilo de agua fuese cerveza trapense. Las ocurrencias sobre el Manneken Pis no le van a la zaga a las múltiples anécdotas que a lo largo de la historia han circulado sobre él. Desde que, meando, apagó una mecha encendida y salvó a la ciudad de las llamas hasta su participación decisiva en algunas contiendas bélicas.

En cinco siglos, el niño de Bruselas ha dado mucho que hablar. Sin embargo, la única lección ética y útil es la que se desprende de su propio origen, como es natural también anecdótico. Según dicen, la estatuilla existe desde que al hijo de un noble de la ciudad se le ocurrió salirse de una procesión y orinar en la pared de una casa, desatando las iras de una bruja que por medio de un encantamiento lo condenó a mear de por vida sobre la pila de una fuente. Quiero suponer, al extraer las conclusiones útiles o prácticas de la historia, que más de uno se lo habrá pensado dos veces antes de repetir la jugada en Bruselas, un territorio además proclive al trasiego de las grandes cervezas monacales y a la Mort Subite. Una de las grandes atracciones de Bruselas -la ciudad tiene muchas, algunas de ellas adquiridas por su condición de capital de Europa- ha sido durante décadas la fábrica de cervezas Cantillon, en el barrio de Anderlecht, una de las pocas muestras que van quedando de la vieja actividad artesanal ligada a la tradición familiar.

Pero quienes todavía a estas alturas piensen que Bruselas sólo ofrece buenas cervezas, chocolates praliné, gofres, mejillones y patatas fritas se equivocan. La capital de Bélgica y de la Unión Europea es una estupenda plaza gastronómica por la calidad y la diversidad que ofrecen algunas de sus mesas más reputadas. El nivel de cocina en los restaurantes belgas es alto; hay quienes sostienen, eso sí, después de décadas de pensar lo contrario, que allí se puede comer mejor que en Francia, a pesar de que el estilo de la cocina es esencialmente francés.

Francia, por lo general un país vintage en el peor sentido de la acepción, se ha refugiado desde hace años en un provincianismo trasnochado que en estilo y cocina le impide situarse a la altura de sus vecinos, del norte, del sur y del sureste, a los que incomprensiblemente los franceses, con sus copitas de balón de posguerra para beber vino, siguen observando por encima del hombro. Cada vez cuesta más entender esa especie de obsesión por los objetos de desván.

Los belgas tienen un olfato muy desarrollado para la buena comida: les gusta que sea de temporada, a base de ingredientes de buena calidad, cocinados con buen juicio, y mejor relación calidad precio, y no soportan la pretensión. Todo ello obra en beneficio de Bruselas donde resulta relativamente fácil comer bien, salvo que el lugar está lleno de extranjeros y turistas despistados que se prestan al timo. Como consecuencia de ello, también es bastante posible comer mal. Así que el mejor consejo es, en caso de duda, escuchar lo que los bruselenses recomiendan, y comer donde los bruselenses comen. No es diferente a otros sitios.

Los mercados gastronómicos al aire libre de la ciudad garantizan buenas compras y una búsqueda casi siempre fructífera de las verduras y los productos de la mar. Ellos me convirtieron en una especie de adicto de los caricoles, caracoles al estilo de Bruselas, cocinados en un bouillon con apio, laurel y pimienta blanca, bien en Marolles o en otros lugares. Los escargots de mar, bulots y demás, se pueden comer en uno de los restaurantes más frecuentados, La Mer du Nord, en el 45 de la Rue Sainte-Catherine, al borde de la plaza del mismo nombre, especie de cervecería-tienda de pescado. Cerca de allí, en la Rue de Flandre se encuentra La Marée, uno de los clásicos para comer buen pescado. Vismet es otro restaurante algo informal de mariscos donde el público se atiborra a croquetas de camarón. Palabras mayores habría que dedicarle a Le Pigeon Noir, en la Rue Geleytsbeek 2, del barrio residencial algo apartado de Uccle, ni que decir al venerado Comme Chez Soi, en la Place Rouppe, con alta cocina clásica francesa a cargo del chef Pierre Wynants, servida en un pequeño pero precioso comedor art nouveau. Y si alguien quiere sentirse en una vieja y elegante estancia flamenca, sólo tiene que en entrar en Aux Armes de Bruxelles, de la Rue des Bouchers, manteles blancos, mesas bien vestidas, servicio a la antigua y un amplio repertorio de la cocina belga de toda la vida: waterzooi, carbonada de buey con cerveza, etcétera. Y los dichosos mejillones con patatas fritas. Que no se diga que me he olvidado de ellos.

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