No deja de ser curioso que, varias décadas después, de una película mastodóntica de 212 minutos se siga hablando de la carrera de cuadrigas que dura un suspiro, del trasfondo homosexual de la amistad entre los protagonistas y de los musculazos de Heston, sin duda el mejor Ben-Hur posible.

Pero los que no comulgamos con la fe benhuriana la consideramos un respetable tostón, lejos de estar entre lo mejor de un William Wyler que hizo Los mejores años de nuestra vida o La carta. Pero su montaña de "Oscar" y sus frecuentes pases por televisión parecían garantizar el éxito en el caso de poner al día la mediocre novela (recordemos que Wyler no fue el primero en adaptarla) y alguien en Hollywood empezó a tomar decisiones que han desencadenado calambrazos y cortocircuitos. Primero, eligiendo un reparto soso o abiertamente inexpresivo (el nieto de Huston es a Heston -anda si parece un chiste y todo- lo que Jorge Javier Vázquez a David Letterman) del que sólo se salva a duras penas Rodrigo Santoro como Jesús. ¡Pobre Morgan Freeman cargando con rastas para seguir siendo rico!

Luego, para no perder el tiempo reclutando extras, fichando especialistas y construyendo demasiados decorados, se pasó al departamento de efectos digitales el tinglado, y así ha quedado de mecánica y poco creíble la parte digamos espectacular, cuadrigas incluidas.

Y finalmente se le dio el mando a un señor que hasta ahora no ha hecho más que bodrios, superándose aquí a la hora de destrozar secuencia por secuencia hasta el sonrojante desenlace equino. Claro que seríamos injustos si no le reconociéramos el enorme mérito de conseguir que estos 124 minutos se hagan más largos que los 212 minutos rodados por Wyler.