Tenía 94 años y el Alzheimer implacable le había apartado del gran amor de su vida, el piano. Bebo Valdés, uno de los más grandes de la música popular del siglo XX, murió ayer en Suecia, donde había sido acogido por algunos de sus nietos, hijos de su hijo, otro grande de la música, Chucho Valdés.

Fue un escenario coyuntural, porque los últimos años de Bebo Valdés se los había pasado al sol de la localidad malagueña de Benalmádena. Pero Suecia no le era ni mucho menos un destino desconocido porque Estocolmo le sirvió en los años sesenta de lugar de retiro y recomienzo de su vida personal. Para matar el gusanillo -y también para mantenerse- Bebo Valdés tocaba el piano en el salón de un conocido hotel de la capital. Un lujo inmenso para la clientela.

Para el recuerdo más cercano, un título que es todo poesía, su disco "Lágrimas negras" junto a Diego "El Cigala", una colección de boleros interpretados desde el sentimiento de las dos orillas. "Se nos fue el más grande. Duelo para la música", escribía ayer "El Cigala" en su cuenta de Twitter cuando se confirmó una muerte hace semanas esperada.

"Lágrimas negras" (tres discos de platino en España y un Grammy) reflotó a Bebo Valdés tras un largo periodo si no olvidado, sí apartado de la primera línea. Ese su último gran éxito de ventas fue el colofón a setenta años de actividad musical, interpretando, grabando, componiendo y arreglando canciones. Tocó con los más grandes como Nat King Cole, Celia Cruz, Benny Moré, Guillermo Barreto o Lucho Gatica.

Bebo Valdés era Ramón Emilio Valdés Amaro, un cubano del pueblo de Quivicán, localidad que vio nacer la primera banda del músico. De la música tradicional cubana mamó esencias, y a esa música cubana le dio aires de modernidad, no siempre entendidas al principio como ocurre con todas las iniciativas revolucionarias. El jazz afrocubano no se entiende sin Bebo Valdés, padre de la batanga, ritmo y patente propios.

Valdés era un músico polivalente, capaz de tocar todos los palos con su piano. En una reciente entrevista recordaba su primer instrumento, una ruina que costó a su madre Caridad tres pesos que la mujer había ganado a la lotería cubana. Fue una ganga, pero solo en apariencia porque aquel piano estaba tan afectado por la carcoma que se derrumbó literalmente a los cuatro días.

"Mi vida es el piano, así que cuando me vaya que sea tocando" pedía Bebo Valdés. Casi lo logró. Superó una trombosis y tenía a buen recaudo una artrosis creciente, pero nunca se alejó de la música hasta la reciente llegada del Alzheimer, que pudo con un hombretón de 185 centímetros y manos amplias de descargador de muelles.

Su carrera fue meteórica. Con treinta años ingresó en la orquesta del cabaret más famoso de Cuba, el Tropicana, por entonces liderada por Armando Romeu. Antes ya había pulido muchas teclas y compuesto muchos temas. El Tropicana no daba respiro a los músicos porque allí el repertorio no conocía límites y los mismo tocaba un bolero que un pasaje de zarzuela. Allí cantaba una vedete para la historia, Rita Montaner. Dicen que la voz de aquella mulata se acostumbró al piano de Valdés para completar una simbiosis perfecta.