Conocí a José Luis Penado a finales de los años ochenta, en Pontevedra, donde había nacido en 1928, en plena Dictadura primorriverista, cuando el arte y la vida de las vanguardias se daban la mano y la ciudad asistía al auge de una generación mágica, la de los Souto, Maside, Colmeiro o Laxeiro, pensionados por la Diputación para vivir en Madrid o en París y Castelao reafirmaba su liderazgo cultural, estético y político. En ese contexto, el camino de nuestro hombre pudo haberse impregnado de arte y, sin embargo, su llegada a él fue tan azarosa como la de algunos de los mitos que revolucionaron la escultura moderna desde la soldadura autógena y el hierro, desde la metonímica herrumbre de cualquier obrero que estetiza la vida sin la conciencia de que la creación también le pertenece. Fue el caso de Julio González o de David Smith -dos de sus grandes referentes en el futuro-, capaces de generar una Edad de hierro en la escultura de las vanguardias y posibilitar la renovación del arte del siglo XX. Y fue el caso de José Luis Penado, que, con el hierro, hizo su pequeña revolución igualmente en Galicia. Pero la historia había comenzado en la emigración venezolana, cuando era el encargado de un taller de soldadura y trataba de dar vida al sintético retrato de un amigo en filamento metálico. En el corazón de esa anécdota, que me relató un día, nació el artista y escultor, cuyo desarrollo proyectual -que gira en torno al trabajo metálico, al ensamblaje y a sus secretos- transcurrió en su ciudad natal, desde mediados de los sesenta.

En uno de los textos que escribí sobre su obra, hace varios años, recordaba que Penado conocía como nadie los resortes de la soldadura y los enigmas tantas veces difíciles del material que modela, ensambla y reconvierte al que ha logrado dotarlo de una condición frenética de imaginación creadora.

Las primeras obras de los años sesenta, las más sintéticas, desvelan unas iconografías esquemáticas que no dejan de evocar la rotundidad de las experiencias de Picasso y González cuando pretendían dibujar en el aire con el hierro filamentoso. Penado descubre en ellas la fuerza expresionista y simbólica de sus recurrentes iconografías populares al igual que las inconcreciones del vacío, a fin de elevar el hierro a una dimensión trascendente. En los años posteriores su trabajo se hace más elaborado y aparece esa vocación humanista que definirá a unos personajes que se mueven entre la alegoría y al símbolo.

Será en los años ochenta cuando el escultor logre su mayor talento creativo en la concreción de una serie de tipologías del entorno de sus preocupaciones -donde los toreros y el toro ocupan un lugar especial, entre pescadores, bailarinas y escenografías que protagoniza cualquier mujer, hombre o niño e incluso un simple árbol-, al tiempo que acopla lenguajes de corte figurativo, donde el esperpento valleinclanesco cobra fuerza y sus figuras ejemplifican situaciones antinómicas. En las nuevas poéticas, asocia el bronce al hierro y el resultado refuerza el peso de la luz y la pátina del tiempo que dota de presencia histórica a los personajes.

Más tarde, Penado inicia sus experiencias pictóricas con el acero y el bronce y lleva estos materiales a la poética sorprendente del paisaje, experiencia que se enriquece en los últimos años con la incorporación del estaño y del color, que denomina formas, presencias, al fin, de una mirada abstracta de la naturaleza. Sin embargo, en la identidad de sus iconografías, el clasicismo, ya sea de corte lúdico o dramático, además de marcar su permanencia en el tiempo, define el sólido peso de las sombras y un aire que atraviesa el metal y fija su silueta en el espacio de la oscuridad nocturna. Su Monumento al árbol, en la Plaza de Barcelos pontevedresa, es un homenaje a la posibilidad de dibujar en ese aire, tal como Julio González lo había imaginado, al decir de Rosalind Krauss. Su obra, como sucede con los grandes artistas, será la huella permanente de su presencia espiritual y estética entre nosotros.

* Profesor de la Facultade de Belas Artes y crítico de arte