Al final, no será el derecho al olvido, sino a no ser juzgado eternamente por el mismo delito, por los mismos hechos del día de autos de la marmota que se encuentran en los buscadores de Internet. Perdidas la intimidad y la discreción habrá que crear una moral nueva a la que esas cosas no le importen tanto. Es posible. Muchas personas viven sin la presión moral residual del siglo XIX que nos rige. No son desconocidos ni están ocultos. Viven en televisión.

La intimidad ha sido derrotada por todos los cuerpos policiales a través de una cadena de cámaras públicas y privadas que nos vigilan en favor de nuestra seguridad y de la del banco. La inviolabilidad de nuestras comunicaciones electrónicas -escritas y habladas- desaparece por el permiso de un juez o por el abuso de la policía, de las empresas o de un particular habilidoso que quiere demostrarle al mundo que existe el espionaje. Si le pasa a la estructura militar más avanzada (el Pentágono) del ejército más poderoso del mundo (Estados Unidos), qué no nos puede suceder a cualquiera.

La naturaleza inventó el derecho al olvido. Las lagunas de la resaca están ahí para deshacerse del peor residuo de lo tóxico pero internet y las cámaras, no. La imbecilidad, aliada a la tecnología, ha logrado que los hechos se miren por el objetivo que los graba para "compartirlos", (en realidad repartirlos). Arden los amantes en una alcoba revuelta o la familia en un coche accidentado y si un imbécil lo grabó lo reparte con un par de movimientos al alcance del dedo de un idiota.

Iremos creando una nueva moral para una nueva sociedad sin pudor, silencio ni olvido, montada sobre una tecnología útil para tantas cosas y personas y muy especialmente para represores institucionales, chivatos corporativos y particulares desaprensivos. Se acabaron los intachables. Si a esa nueva moral la anima la tolerancia uno, mejor.