¿Qué ha ocurrido en Francia para que, en medio de una abstención récord, un partido de extrema derecha, nacionalista y xenófobo, se haya hecho por primera vez con una docena y media de alcaldías en las municipales de este domingo así como con cerca de millar y medio de concejalías?

Con Marine Le Pen, hija y sucesora desde 2011 del fundador y expresidente de ese partido, el Frente Nacional ha logrado salir de lo que han sido sus feudos tradicionales -en el Sureste y el Noreste del país, fundamentalmente- para extenderse como mancha de aceite por el Hexágono.

Más hábil y sobre todo más moderna que su padre, más en sintonía con los nuevos tiempos, Marine Le Pen ha sabido transformar el FN, rompiendo con el antisemitismo de sus orígenes, que le convertía en fácil blanco de influyentes intelectuales amigos de Israel, y sustituyéndolo por un racismo de nuevo tipo, dirigido contra los musulmanes y la inmigración en general, algo perfectamente aceptable para muchos.

A ello se suman sus críticas al poder centralizador y lejano de Bruselas y a una globalización que, en opinión de un número creciente no ya solo de franceses sino de europeos, beneficia antes que a nadie a las grandes empresas multinacionales.

Como analizaba muy acertadamente el semanario Le Nouvel Observateur, mientras que su padre era un liberal en lo económico, más liberal en cualquier caso que muchos de la derecha tradicional francesa, Marine Le Pen es una "antiliberal militante, una social-intervencionista en ruptura con el discurso de la derecha".

Esto es algo que descoloca a la vez a los dos partidos mayoritarios y la hace sintonizar con un electorado cada vez más intranquilo, más inseguro sobre el futuro inmediato y receptivo por tanto a cualquier mensaje demagógico que culpe sobre todo a los inmigrantes del deterioro del Estado de bienestar en lugar de denunciar a los auténticos responsables.

Ya no resulta tan fácil asustar a ese electorado con el "¡Que viene Le Pen!", como ocurrió cuando el fundador del partido se impuso al candidato socialista, Lionel Jospin, en la primera ronda de las elecciones de 2002 y pudo disputar así la presidencia al conservador Jacques Chirac.

Entonces, toda la izquierda, con excepción de Lucha Obrera, llamó a apoyar, como el menor de los males, al candidato de la derecha para impedir como fuera el triunfo del Frente Nacional. Hoy, el partido de Marine Le Pen no parece dar a muchos el mismo miedo que entonces y se ha vuelto incluso perfectamente presentable en sociedad.

Los partidos mayoritarios han dejado a Le Pen explotar el descontento de un sector creciente de la ciudadanía francesa con el funcionamiento de la Europa actual, apropiarse de sus críticas a la moneda común y a sus efectos supuestamente letales sobre la economía nacional.

El discurso anti-inmigración del Frente Nacional no solo no ha recibido la oportuna respuesta de los otros partidos, sino que ha llevado a conservadores y socialdemócratas a modificar los suyos en el mismo sentido cuando es notorio que la gente suele preferir lo auténtico a las malas imitaciones.

Si el Frente Nacional continúa su avance con su discurso nacional-populista, no es pues tanto por méritos propios cuanto por los errores de los partidos mayoritarios, por la evidente descomposición del campo político francés.

Una socialdemocracia que no es ya ni la sombra de sí misma, incapaz de ofrecer nada que la distinga claramente de los conservadores, y una derecha a su vez dividida y sin un líder claro, explican el espectacular alejamiento de los electores de las urnas y no auguran nada bueno para el futuro.