Aunque técnicamente parezca un hurto, la evaporación del Códice Calixtino en la catedral de Santiago recuerda más bien a un secuestro con rehén ilustre y hasta podría servir de argumento a alguna novela de Dan Brown.

No menos prometedora que la trama del Código Da Vinci, la del viejo Codex Calixtinus comienza con la desaparición de una pieza histórica de incalculable valor y a partir de ese arranque, tan típico del género, no paran de multiplicarse los enigmas.

Sabemos por el deán de la catedral que solo tres personas –incluyendo al mismo deán– tenían acceso al libro, si bien todas ellas parecen haber sido excluidas de sospecha por los investigadores. De acuerdo también con las reglas de la intriga propias de la novela policial, la pérdida del manuscrito no fue advertida hasta unos días después del hurto. E igualmente novelesco resulta, en fin, el hecho de que la caja fuerte en la que se guardaba el códice tuviese las llaves puestas en la cerradura.

Con todo, el misterio verdaderamente insondable de este caso es el motivo por el que alguien haya querido –y podido– robar una pieza de tan difícil colocación en el mercado como el Códice que desde hace ocho siglos custodiaba el cabildo de Compostela.

El valor del manuscrito es de orden simbólico, histórico y artístico antes que comercial, por más que siempre queden necios dispuestos a confundir valor y precio. O bien se trata de un robo por mandado de algún multimillonario antojadizo al que no le basten los facsímiles o, simplemente, los autores de la fechoría han perpetrado el secuestro del libro con la esperanza de obtener un rescate. No sería la primera vez que esto ocurriese con obras de arte y/o históricas, aunque nadie –como es lógico– haya admitido jamás el pago de desembolso alguno por la recuperación de una pieza sustraída. Sucede en estos lances lo mismo que con las brujas: todos damos por hecho que no existen y aun así no hay quien nos quite de encima la sospecha de que igual pudiera haberlas.

Insensibles al carácter novelesco de este lance y a la inesperada publicidad que acaso proporcione la noticia al Xacobeo, algunos prefieren escandalizarse por la insolvencia de las medidas de seguridad adoptadas para resguardar este tesoro. Por si sí o por si no, la Xunta ya ha recordado que la custodia del manuscrito corresponde a la Iglesia; y a su vez, el cabildo apela a la Historia para recordar que es mérito suyo la conservación del Codex durante los últimos ochocientos años. Las dos partes llevan razón, naturalmente.

Cierto es también que los canónigos al mando de la catedral centraban últimamente sus preocupaciones en las mochilas de los peregrinos y en retirar las imágenes de Santiago Matamoros que acaso pudieran molestar por su crudeza a los musulmanes. Alegarán los más quejicosos que ese ecuménico deseo de no interferir en la Alianza de Civilizaciones puede haber llevado al cabildo a despistarse un poco en la vigilancia de las joyas guardadas en la sede apostólica; pero estas cosas es fácil decirlas a toro y a robo pasado.

En realidad, el género de intriga al que sin duda pertenece este suceso autoriza casi cualquier suspicacia. Se ha hecho notar, por ejemplo, que el último permiso colectivo para ver el original del Códice fue el que se concedió a un grupo de personal del Ministerio de Cultura, pero eso sucedió hace ya dos meses. Quiere decirse que no hay motivo para pensar que la desaparición del manuscrito guarde relación alguna con los habituales conflictos de competencias entre Gobierno y Xunta.

Solo con el tiempo y la eventualidad de una petición de rescate sabremos si el hurto fue un mero capricho de coleccionista idiota o más bien un secuestro para exigir pago de prenda a la colectividad despojada de su Código. De momento es ni más ni menos que una tragedia para el patrimonio de Galicia. Y el de la Humanidad, al que Compostela pertenece.