Tras cinco años de gobierno a la carta y al gusto del cliente, el presidente Zapatero se ha visto obligado a tomar por vía tributaria la primera medida realmente desagradable para su parroquia. Se acabaron las regalías y ahora toca cobrárselas con intereses a los beneficiarios del reparto masivo de cheques para el abuelo, para el bebé, para los jóvenes, para el votante, para el nene y la nena. Hay que entenderlo. Si por él fuese, Zapatero no sólo no subiría los impuestos, sino que los aboliría del todo; pero las circunstancias mandan.

Infelizmente, la realidad –tan cruda– le ha estropeado su guión a un gobierno que creía vivir en el país de las maravillas bajo el síndrome del "pensamiento Alicia". Fiel a la Constitución de 1812, que obligaba a los españoles a ser "justos y benéficos", Zapatero había gobernado hasta ahora con un espíritu vagamente hippie basado en la paz, el amor, la concordia de civilizaciones y el gasto a mansalva para ganarse el favor –y el voto– de su pueblo. Y no le iba mal.

El sistema de gobierno a la carta popularizado por Zapatero recuerda vagamente al que puso en práctica cierto político del siglo XIX que, harto de prometer, se limitaba a interrogar directamente a sus electores de Betanzos: "A ver, betanceiros, ¿qué queredes?". Una amplia pregunta a la que el pueblo solía responder con sorna: "¡Que suba o pan e que baixe o viño!".

Zapatero no llegó tan lejos en sus tácticas populistas, pero todo sugiere que también fundaba sus decisiones en los sondeos de opinión con los que se calibra el estado de ánimo de la gente. Una vez conocidos o intuidos los deseos del pueblo, el Gobierno se limitaba a satisfacerlos derramando sobre la ciudadanía toda suerte de talones, subsidios, ayudas y hasta ofertas de pretemporada electoral a 400 euros la papeleta. Si le hubiesen pedido una rebaja del vino, no sería improbable que pusiera en marcha un programa de cheques-ribeiro (o rioja) para subvencionar su consumo.

La idea no puede ser más democrática, aunque no necesariamente la más sensata desde el punto de vista de la prudencia exigible a cualquier gobernante. Aun así, el método Zapatero funcionó casi a la perfección durante los primeros años de su mandato, cuando aquí se ataban los pisos con longanizas y el crecimiento imparable del castillo de naipes de la construcción hacía rebosar de superávit las arcas del Estado.

El castillo edificado sobre tan ficticios cimientos se vino finalmente abajo y ahora ya no hay un euro con el que alimentar de combustible la máquina de repartir dinero a voleo. Acostumbrado a gobernar según soplase el viento de las encuestas, Zapatero se ha quedado sin cuartos o, lo que es lo mismo, sin argumentos con los que sustentar su política de gasto sin ton, ni son, ni fin. Marxista de la facción de Groucho, el presidente podría apelar a la vieja sentencia: "Estos son mis principios: y si no le gustan, tengo otros", pero a estas alturas de la crisis que nunca existió ya resulta del todo imposible cambiar de método. Cada uno es como es.

Cuando pintan bastos, como ahora, la gente tiende a valorar a los políticos que les cuentan lo que hay –por duro que sea– antes que a aquellos empeñados en arrullarlos con las nanas del optimismo. Eso ocurrió, si se tolera el símil, con el premier británico Winston Churchill, que fue quien de galvanizar a su pueblo frente a Hitler con la sumamente impopular promesa de "sangre, sudor, fatiga y lágrimas".

Sería excesivo pedir en España un Churchill o cuando menos un gobernante que le explicase a la ciudadanía la dura realidad en lugar de contarle lo que quiere oír. No se le pueden pedir peras al olmo ni realismo al optimista.

Lo único seguro es que se acabó el gobierno con menú a la carta y acaso los españoles –mal acostumbrados– no aguanten con facilidad un largo período de plato único sazonado con desempleo. Pero es lo que hay.

anxel@arrakis.es