Lógicamente satisfecho por la parte que le tocó en el reparto de la piñata autonómica, el presidente catalán José Montilla admite que España ha saldado por fin la deuda que mantenía desde hace décadas con Cataluña. La cuenta ascendía a cerca de 4.000 millones de euros y el también presidente Zapatero no dudó en echar mano a la cartera, preguntar aquello de: "¿Cuánto se debe aquí? y abonar a continuación el importe de la ronda. Si París bien valía una misa, con más motivo Cataluña vale un gobierno. O dos: el español y el catalán.

Dicen los que saben del asunto que la decisión ha avivado el sentimiento anticatalán entre los madridistas y otras gentes de la Península, pero –de ser así- nada resultaría más injusto que eso. Ninguna culpa sino más bien mérito tienen los catalanes por haber hecho del suyo un país fabril, próspero e influyente que está en condiciones de reclamar lo que considera que se le debe. Y además, no es el único que ha recibido atenciones especiales del Gobierno.

Mucho más discretamente y sin despertar animadversión alguna entre los demás habitantes de España, la Junta de Andalucía obtuvo a cuenta de su "deuda histórica" una cantidad aproximadamente igual a la percibida ahora por Cataluña. Allá por junio de 2004, el entonces presidente andaluz y hoy vicepresidente español Manuel Chaves logró 2.500 millones para su reino autónomo, aportación nada desdeñable a la que aún se agregarán los 1.204 millones de propina acordados el pasado marzo por el mismo histórico concepto. Sumadas las dos partidas, arrojan una cifra sorprendentemente similar a la que acaba de obtener la Generalitat catalana.

Poco tienen en común la rica Cataluña y la Andalucía que ocupa desde hace treinta años puestos de cola en el ranking del desarrollo español. Quiere decirse que nadie podrá reprochar al Gobierno un trato desigual a las autonomías en función de su mayor o menor capacidad económica. Otra cosa es su poderío demográfico y electoral, naturalmente.

Lo que en realidad iguala a reinos tan disímiles como el catalán y el andaluz parece ser, en efecto, la fuerza de coacción que a ambos les da su copioso número de electores. Tanto Montilla como Griñán –el sucesor de Chaves- administran voluminosos silos de votos en los que se cuecen mayorías suficientes por sí solas para dar y quitar gobiernos en España. Más que históricos, sus argumentos son de orden estrictamente aritmético y resultan tan contemporáneos como el Cobrador del Frac. Ese señor que acude regularmente a La Moncloa para recordarle a su inquilino que al Gobierno se llega con votos y el que los quiera tendrá que pagarlos.

Puestos a invocar deudas, también Galicia podría reclamar una de nada menos que 12.500 millones de euros, firmada en Consejo de Ministros y publicada por entregas en el Boletín Oficial del Estado. No puede ser reputada de "histórica", ciertamente, dado que la aprobación de aquella partida destinada a obras del olvidado "Plan Galicia" corresponde a fecha tan reciente como el mes de enero de 2003; pero tampoco ese dato cronológico invalida el deber de hacer frente a sus compromisos que en principio obliga a cualquier gobierno.

Esa es la teoría, por supuesto. La práctica sugiere más bien que las únicas deudas –históricas o no- susceptibles de ser atendidas por el Gobierno son aquellas en las que los acreedores disponen de un cuerpo electoral lo bastante cuantioso como para utilizarlo a la manera intimidatoria del Cobrador del Frac.

Para su infortunio, Galicia no cuenta con el poder político de la floreciente Cataluña ni con los seis millones de votos que Andalucía puede poner sobre la mesa. Y a falta de un Cobrador que imponga respeto al Gobierno, mucho es de temer que jamás un presidente venga a preguntar a los gallegos cuánto se debe aquí. La ronda, como siempre, corre por nuestra cuenta.

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