A tal punto ha llegado la crisis que ya no respeta ni a Dios, o al menos eso se deduce de la caída de más de un diez por ciento de los habituales ingresos percibidos por la Iglesia en Galicia. Tal viene siendo, aproximadamente, el porcentaje en el que se ha visto obligado a reducir sus presupuestos el Arzobispado de Compostela para compensar el bajón registrado en los tributos de sus fieles.

No se trata de que los feligreses hayan perdido la fe. Simplemente, el paro y la consiguiente falta de dinero disponible están repercutiendo en el negociado del espíritu con igual intensidad que en el de los supermercados, la vivienda, la hostelería y el consumo en general. Aquí no se salva ni dios, por decirlo de una manera gráfica y coloquial.

Muy grave debe de ser la recesión cuando ni siquiera una empresa con más de dos mil años de ejercicio como la de los curas ha de recurrir a los ajustes presupuestarios típicos de cualquier otra industria en dificultades financieras. Pero es natural que así ocurra. A la menor aportación de los empobrecidos fieles hay que agregar la pérdida de diezmos por el declinante número de bodas y bautizos, déficit que no compensan –como sería de esperar– las tasas aportadas por los funerales. Un rubro siempre seguro y hasta creciente en un país tan envejecido como Galicia, donde la cifra de defunciones dobla tenazmente cada año a la de nacimientos.

Si a todo ello se añade la merma de los ingresos que la Iglesia obtiene a cuenta de intereses bancarios y alquileres de propiedades, fácil es colegir que incluso el clero deba apretarse el cinturón. O el cilicio, si fuera el caso.

Aun así, la curia gallega resiste mucho mejor la crisis que otras instituciones terrenales. Peor lo lleva, por ejemplo, el Estado, que en este primer trimestre del año perdió un 20 por ciento de la recaudación que habitualmente obtenía en Galicia por vía de impuestos, con un quebranto cifrado en más de cincuenta mil millones de pesetas. La generalizada bancarrota de las empresas privó a Hacienda de hasta un 83 por ciento de los ingresos que le aportaba el impuesto de sociedades y –para rematar la faena– la caída del consumo redujo en casi un tercio los tributos cobrados el año anterior a cuenta del IVA.

Tanto da si religiosos o profanos, los impuestos están de capa caída. Es natural. Los gravámenes a menudo abusivos con los que el Estado carga la pro- ducción, el consumo y los salarios de los trabajadores dependen, como es sabido, de la buena o mala marcha de la economía del país. Y ahora pintan bastos, por más que el Gobierno siga empeñado a veces en vivir en los mundos de Yupi.

Prueba de ello –por si alguien no se hubiera dado cuenta– es que la pro- ducción de bienes y servicios acaba de sufrir el peor batacazo de los últimos cuarenta años, según los datos que ayer aportó un organismo tan poco sospechoso de guardarle tirria al Gobierno como el Banco de España. Constata asépticamente esa institución que el producto interior bruto del país bajó un 1,8 por ciento en este primer trimestre y casi un 3 por ciento durante el último año. Hay que remontarse a los tiempos de la serie televisiva “Cuéntame” –ambientada en la década de los setenta– para evocar un desastre semejante en la economía española.

Tamaña ruina ha hecho que los gobernantes desistiesen por fin de utilizar la expresión “crecimiento negativo” para explicar, de manera disimulada, que vamos hacia atrás –o de culo– como el cangrejo. Por fortuna, ya no crecemos hacia abajo ni estamos en “desaceleración acelerada”, según sostenían en su extraña jerigonza hasta hace poco los mandamases de este país. Ahora ya casi reconocen que simplemente estamos al borde del desastre.

Tiempo era de admitirlo, cuando ya ni dios se salva de la crisis. Salvo los políticos, que no son de muy de misa y para los que nunca hay cuaresma.

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