De modo que, por si alguien tuviese dudas de que este de 2008 es un año negro para la pesca gallega, los dos episodios que ha vivido en estas últimas horas habrán contribuido seguramente a eliminarlas. Cierto que poco tienen en común, porque se trata en un caso de un naufragio por incendio y en el otro del ataque de unos piratas, pero algo les une: la sensación de que existe una creciente inseguridad en el trabajo que tiene por escenario los mares, y que quien corresponda habrá de poner manos a la obra de eliminar esa sensación.

Es evidente que en lo que a los piratas concierne la tarea es de instancias distintas, y no sólo a un gobierno estatal o regional. Pero los datos que afloran tras el incidente de las aguas somalíes demuestran que no es infrecuente y que la reacción frente a eso es sólo ocasional, diversa, descoordinada y en función del país afectado. Cierto que existe una ley del mar que considera ese tipo de abordajes como un delito especialmente grave, pero el castigo -salvo que se les detenga in fraganti- de los autores suele depender de quienes no tienen capacidad real para aplicarlo.

Sin la menor intención de atrapar moscas por el rabo, es evidente que para un Estado como el español, peninsular -y por tanto con una costa muy extensa- y con grandes intereses en la navegación pesquera y de cabotaje, nada de lo que ocurra en el mar le puede ser ajeno o indiferente. Y es el primer interesado no sólo en que exista una legislación internacional clara y contundente sino aplicable, igual que debe defender la creación de un servicio de control y policía eficaz, capaz de suplir carencias de países ribereños.

Es obvio que, en el caso de España, lo que se reclama no es tanto para los casos de piratería clásica, que por supuesto, cuanto para otros a los que se aplica el calificativo en sentido figurado. La proliferación de los buques de bandera de conveniencia sólo para eludir o vulnerar abiertamente las leyes nacionales e internacionales; las grandes deficiencias en materia de control de cargas o del estado de los barcos suponen ejemplos de lo que se quiere decir, aunque podrían añadirse unos cuantos: las costas españolas, singularmente las gallegas, pueden dar fe de ello.

El otro caso, el del buque incendiado en Costa de Marfil -cuyos cuatro tripulantes gallegos rescatados llegaron ayer a casa- resulta, además de un accidente, otro dato que sumado a los anteriores permite dudar con fundamento de la eficacia real de los sistemas de seguridad. Tiene que haber mucho fuego a bordo para que se haya de abandonar el barco, y para alcanzar ese nivel algo tiene que fallar. Por supuesto que no se habla de intencionalidad, pero tampoco de fatalidad, y en ese sentido las autoridades deben extremar las medidas de control: los sindicatos han dicho muchas veces que se vulneran fácilmente.