Su información genética es prácticamente idéntica y la de su currículum profesional, también. Si algo han hecho los profesores de la Escuela de Ingeniería de Minas Antonio y José María Correa Otero es caminar la vida sin descompasar apenas un paso respecto al dado por el otro. Acostumbrados a hablar de sí mismos en primera persona del plural, sus sesenta y cuatro años de biografía como gemelos regalan un relato que los amantes de la estadística de coleccionista guardarán en la carpeta de los casos dignos de mencionar.

Compañeros de promoción, tanto en su titulación como ingenieros técnicos como en la licenciatura en Química, en la que ambos se doctoraron, además han cohabitado durante las casi tres últimas décadas el mismo departamento de la Universidad de Vigo, compartiendo la enseñanza de materias e interesándose por las mimas líneas de investigación.

Al teléfono de sus despachos, contiguos en los pasillos del campus de Marcosende, quien llame preguntando por Jose María puede encontrarse la voz de Antonio como contestación. O al revés. Es el espontáneo acoplamiento que alinea todas las facetas de su cotidianidad.

Tanto el extrovertido Jose María, autoproclamado como "la voz cantante" , como su hermano, que confirma que "si puedo hablar de menos, no habla de más", admiten la existencia de una suerte de cordón umbilical entre ambos. "Si uno tiene una preocupación, el otro está fastidiado", explica el primero".

Tan amantes de los rallys como intransigentes con quienes llegar tarde al aula o acuden a sus tutorías con piercing o tatuajes sin tapar, no son raros los días en los que pasan más de doce horas juntos entre las paredes de la facultad. Pero incluso entonces cuando la puesta del sol anuncia la retirada, comparten coche hasta sus casas, únicamente separadas por un muro al que, cuando "algo queda pendiente", se asoman para charlar. "Menos mujer, hijos y lo que de ello se deriva, compartimos todo lo demás", bromea entre risas Antonio.

De familia originaria de la Mariña lucense, obligada por la posguerra a llevarse los bártulos al otro lado del mar, los hermanos Correa Otero nacieron en la Caracas de 1953. Su apariencia era tan semejante que, durante unos meses, su madre solo lograba distinguirlos porque el que tomó la delantera en el parto, Jose María, tenía en la cocorota un remolino de cabello más que el que asomó la cabeza al mundo segundos después.

Siete años más tarde y tras dos semanas de travesía transoceánica arribaron al puerto de Vigo con el recuerdo de sus anteriores visitas a Galicia limitado a las "cagadas de oveja" que, tan pequeños como urbanitas, "confundían con café".

En San Miguel de Oia, donde se instaló la familia, los "hijos del venezolano", Totó (Antonio) y Pepe (Jose María), crecieron sin distanciarse un centímetro. Tan solo cuando vestían las camisetas del Coruxo y el Florida se permitían unos metros de separación. Era una cuestión puramente disciplinaria: uno era centrocampista y el otro defensor. "Si hubiéramos compartido también posición en el campo, solo hubiera podido jugar uno de los dos", explica risueño Antonio.

Cuando al llegar a juveniles se percataron de que el futuro no los esperaba tras un balón, los libros tampoco eran su fuerte. En quinto de Bachillerato se pegaron "un buen leñazo" porque, como si hubiera una imitación contagiosa, les dio por "vaguear a los dos más de la cuenta". Fue cuando lo que hoy semeja una fotocopia de vida comenzó a sumar páginas escritas a cuatro manos y en simultaneidad. En la academia "Estudios Vía", el matrimonio de Alfonso y Carmela los "enganchó" a una materia que, hasta entonces, les pareciera una "aborrecible barrera": la ciencia heredera de la alquimia.

Instalada como un chip mental, la consigna de su mentora de que "un problema no está resuelto hasta que se obtiene solución" los impulsó a estudiar Ingeniería Técnica en Química Industrial.

Airosos tras superar los exámenes del temido catedrático Ernesto Cid Palacios, apodado entre los veteranos como el "Cid Cateador", tres años después salían del edificio de Torrecedeira con las dos decenas de velas sopladas y el título en el maletín. Era momento de decidir el trazado que seguiría su ruta y Antonio coqueteó con la posibilidad de una aventura en soledad. Le habían ofrecido un trabajo en una empresa de depuración de aguas y se vio tentado. Sin embargo, la duda duró poco y tras una charla paterna que lo invitó a reponderar opciones, rectificó el conato y acabó matriculado junto a su hermano en Ingeniería Superior.

"Nunca nos sentimos obligados a estudiar lo mismo. Simplemente coincidíamos en los gustos y tenemos una forma muy similar de pensar", asegura Jose María. Además, añade Antonio, "veíamos la conveniencia de que nos podíamos ayudar".

Pese a que las exigencias de desembolso les impidió continuar la carrera, pues en Vigo solo se ofertaba el primer curso y las monedas no alcanzaban para cruzar la frontera gallega e irse fuera a estudiar, los hermanos cooperaron en inventiva y reestructuraron el plan. Habituados a emplear "la misma estrategia a la hora de afrontar los problemas", convalidaron materias y convirtieron a la licenciatura en Química en su nuevo objetivo común. En Santiago, donde completaron el cursado, vivieron en un "piso comuna" hasta titularse en 1978. Fueron los únicos alumnos de la promoción que escogieron la especialidad de química técnica. Después se inició el único periodo en el que estuvieron" desconectados". Fue entre 1980, cuando José María logró una plaza como auxiliar docente en la USC, y 1992, cuando ingresó en la Universidad de Vigo para trabajar, en la que su hermano ya llevaba cinco años.

Tras décadas iniciando sus clases con la advertencia de que "tutean pero no van de colegueo", el próximo mes se despiden "tremendamente agradecidos" con "su segunda casa", la facultad de Minas. "Siempre nos dieron las máximas facilidades para desempeñar la docencia", recalcan. Se marchan convencidos de poder presumir " de su "buena relación" con el alumnado. "Es la mayor recompensa que nos llevamos", resumen.

Ya sin ataduras laborales, los próximos 24 y 25 de diciembre brindarán por sus cuarenta años de casados. Porque los dos se casaron el mismo año con solo un día diferencia. Era 1977. Y, por supuesto, los gemelos y sus parejas hicieron las maletas... y se fueron juntos de luna de miel.