Nadie nos había avisado de que el cuento de Orellana en el Celta no tendría un final feliz. Tal vez eso explica la sensación de incredulidad que rodea todo a estas horas. Era una bonita historia la del chileno en Balaídos. La del chico rebotado de todas partes, peleado con el mundo, que en Vigo descubre las condiciones ideales para que explote ese talento inmenso que hay en él y que convertía en diferentes los partidos en los que intervenía. En el Celta encontró compañeros que le entendieron dentro y fuera del campo; técnicos que le proyectaron pero siempre exigieron; un club que le pagó bien y que a veces tuvo que ejercer de niñera y una afición ciega de amor desde el primer día. Todos los ingredientes para construir un melodrama de lágrima fácil.

Pero Orellana no entendió que hay pulsos que conviene evitar porque jamás podrás ganarlos. Creyó que su calidad, esa que le ayudaba a solucionar partidos dentro del campo, jugaría a su favor en el duelo soterrado que libraba con la jerarquía de Berizzo. Y perdió porque se equivocó en el diagnóstico. Este asunto no tenía que ver con el juego sino con otras cuestiones como el respeto o la autoridad. No se trataba de ser buen futbolista, sino buen profesional. El Celta ha hecho lo que debía: ponerse sin fisuras del lado de su entrenador, alguien que conoce la facilidad con la que a un técnico se le puede escapar de las manos un vestuario. De veinte dóciles y disciplinados muchachos a una manada de cocodrilos en busca de una cebra despistada hay menos de lo que uno imagina. Y eso quiso evitar Berizzo con una decisión tan radical.

La situación es triste. Nadie gana en esta guerra. Todos pierden. El Celta, un jugadorazo; Berizzo, el futbolista diferente que hacía más imprevisible a su equipo y Orellana, un lugar en el que era feliz. Por eso cuesta entender su sonrisa de ayer en A Madroa, su gesto de victoria con los dedos. ¿Qué victoria celebras Fabián, qué victoria?